Si en
El nombre del juego los gangsters se habían internado en el cine, en Tómalo con calma (la tardía secuela
que llega ahora) la
meta es la industria discográfica. Claro que sin olvidar las fuentes. Un
cóctel explosivo que al principio
–de a ratos– agrada, pero termina cansando.
Aburrido de la fábrica de
sueños,
Chili Palmer
(John Travolta) conoce de casualidad a una
joven cantante, Linda Moon, puro talento e ingenuidad, que languidece en
espera de una propuesta que la lleve al estrellato mientras permanece
esclavizada por un contrato leonino en manos de unos matones que ni músculos
ni sesos. La casualidad, que no es otra cosa que el asesinato de un productor
discográfico en las narices de Palmer, traerá la aparición de Edie Athens
(Uma Thurman) y las acciones comenzarán a encadenarse sin solución de
continuidad, de manera mecánica y con atractivo decreciente.
Permítanme una
comparación fácil pero redonda y descriptiva: un simple con alma de hit se
convirtió en un CD con rarezas, nuevas versiones, remixados y tracks
ocultos. Largo, muy largo, y con demasiados loops. De esos que abusan
de los recursos. A la cuarta o quinta cita cinéfila, el homenaje pasa a
revelar falta de ideas, o a convertirse en un robo, sencillamente. Igual,
esos momentos en que el film nos obliga a descifrar a qué película o
actuación se está haciendo referencia son los más divertidos. Pero un film
debería ser más que una trivia.
Si a alguien
todavía no le ha quedado claro el tema del star system hollywoodense,
después de esto no tendrá dudas. La presencia de un actor o actriz no tiene
que ver
sólo con su presente sino
–y a veces, mucho más–
con su pasado en las pantallas. Si
el personaje de Vincent Vega regresó al candelero a Travolta, habrá que
recuperar ese perfil y matizarlo con unos pasos de baile (que ahora suma a
los recuerdos de Grease y Fiebre de sábado por la noche los de
Tiempos violentos) y a usufructuar de la memoria del espectador viéndolo
contonearse –macizo y cuadrado– con Uma Thurman –bellísima, ahora platinada
y con rulos– una bossa mixada con aires modernosos (muy mal filmada, eso sí)
o recibiendo amenazas de los enemigos más temerarios sin inmutarse ni
arrugarse el traje negro sumamente cool.
Un reparto que
va de Harvey Keitel a Vince Vaughn, pasando por James Woods, Danny DeVito,
Cedric the Entertainer y el mismísimo Steven Tyler (haciendo de sí mismo y
promocionando, por si hiciera falta, a su grupo Aerosmith), no es más que un
derroche que el guión de Peter Steinfeld (basado como el anterior en una
novela de Elmore Leonard) no sabe aprovechar. El guardaespaldas gay que
compone The Rock carga no sólo con todos los estereotipos esperables sino
con los peores chistes que sobre su elección sexual se hayan escuchado en un
film que, por otro lado, intenta pintarse como progre y de onda.
Con tanta
ironía posmoderna ya no se sabe si la "incorrección" es una apuesta de
riesgo o la sincera posición política asumida, entre tanta mafia rusa,
raperos negros fascinerosos, homofóbicos agazapados y mujeres bellas e
inútiles.
Hollywood se
ríe de sí mismo y de otros "formatos de entretenimiento" ya convertidos en
monstruosas corporaciones (partido de la NBA, recital de rock,
ceremonia de los MTV Awards), recurriendo a sus mismos chistes, echando mano
de actores que parodian los estereotipos en que se han, o se los ha, convertido (como Tom
Hanks) y construyendo escenas que después de un giro completo
pretenden recuperar la función para la que se idearon y en la que ahora ya no podemos
volver a creer (el forzado momento romántico Travolta-Thurman).
Un largo
videoclip cuyo soundtrack puede llegar a sonar interesante en tu equipo de
música. Y al que le sobra la imagen o, en todo caso, es indistinto que esté o no.
Javier Luzi
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