Lo de Pixar es
impresionante; no hay otro estudio que tenga la coherencia y el piso
creativo tan alto. Podría pensarse que el lanzar tan sólo un film por año le
ahorra riesgos. Pero la maestría de Pixar se apoya en otros factores: una
permanente rotación de directores, una amplitud llamativa para la
convocatoria de talentos por fuera del estudio (Brad Bird), y una voluntad
de superación inquebrantable, que ha dado lugar a obras que desafiaron el
conocimiento y la fidelidad del público, como Ratatouille y WALL-E.
La
tercera parte de Toy Story podría haber sido una vuelta al lugar más
cómodo y seguro, de la mano de la franquicia más redituable y masiva de su
historia. Con personajes instalados en el imaginario infantil desde hace un
rato largo, como Woody y Buzz Lightyear, y un elenco de voces cada cual más
notable –Tom Hanks, Tim Allen, Joan Cusack–, parecía imposible
perder. Pero la gente de Pixar, encabezados por Lee Unkrich en la dirección,
junto a John Lasseter, Andrew Stanton y el outsider Michael Arndt
(escritor de Pequeña Miss Sunshine) en el guión, eligieron el camino
más difícil y productivo. Fueron para adelante, tomaron el riesgo de la
derrota, sin miedo al fracaso.
En cierta
forma, Toy Story 3 sigue revoloteando temas que caracterizaron a sus
dos predecesoras: la construcción de la identidad a partir del contacto con
el otro, el aprender a convivir con los distintos integrantes de un grupo,
la institución familiar en sus diversas modalidades y, esencialmente, el
paso del tiempo. El tiempo transcurrido pesa aquí más que nunca: Andy está
por partir a la universidad, hace años que no le presta atención a los
juguetes, y ellos especulan con su destino. Finalmente van a parar a una
guardería que semeja el Paraíso, pero que termina siendo un infierno de
hipocresía y opresión.
Toy
Story se consolida aquí, pero no como
una mera franquicia (al estilo Shrek), ni como una sucesión de
secuelas (como las de Freddy Krueger), sino como una saga comparable a
Indiana Jones, con una evolución de los personajes, el estilo y la
narrativa. Y todo es mérito de los realizadores, quienes ponen al relato por
encima de los chistes. Lo cual no impide que el film sea tremendamente
gracioso, que cada línea dé la impresión de haber sido pensada
minuciosamente, ni que las secuencias de acción sean impactantes, con una
concepción admirable de la puesta en escena.
El film
de Lee Unkrich es puro espectáculo, pero también pura reflexión, pura
innovación estética y narrativa. Y no apunta sólo a los menores de diez
años; se dirige, con pertinencia e inteligencia, al espectador adulto, quien
se prenderá de la trama tan fervorosamente como sus hijos. Pero
interpela con preciso énfasis a los espectadores que, como el personaje de
Andy, crecieron con la saga, adentrándose en el mundo de Woody y sus amigos.
Por eso ese inicio que es absoluto desborde, ecléctica combinación de
géneros, una zambullida vertiginosa en la imaginación de un niño que
manipula, a través de su imaginación, el espacio-tiempo que lo rodea. Es el
todo vale, el poder del pensamiento y el deseo que demuele toda barrera
impuesta por convenciones y tradiciones. De ahí que una película infantil se
permita incluir referencias al policial clásico o atmósferas terroríficas
conectadas con el expresionismo alemán.
Pixar
vuelve a comunicarse con el mundo entero a través de esa pulsión por romper
todo muro genérico y estético, porque la tradición bien entendida pasa por
otro lado: la familia, los amigos, el ser amado; los que están siempre,
hasta el final.
No
resulta extraño, entonces, el enlace con el corto –también de Pixar– que se
proyecta a modo de yapa antes de este film: Noche y día, que
así se llama, es una pequeña joya que, a través de un perfecto discurso
audiovisual, nos habla de aceptar al otro, del intercambio y la fusión con
lo diferente como una forma de trascendencia. Pixar ya atravesó ese proceso
porque siempre muta, y de la forma más saludable posible. Nos queda cambiar
a nosotros; al público, a la crítica, a los demás realizadores, para ir
–como decía la rata cocinera Remy, en Ratatouille–, con suerte, para
adelante.
Rodrigo Seijas
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