No es el típico film noir, pero
sí un policial clásico, a la vieja usanza, afincado con firmeza en una
historia densa, oscura, ciertamente trágica. Por lo menos hasta poco
antes del final, en que forzadas vueltas de tuerca lo aproximan todo a una
versión opuesta, a una visión opuesta, que no está a tono con la
tradición del género sino con los vicios y prejuicios hollywoodianos.
El segundo largo de James Gray
(responsable de Little Odessa, un film de 1994 que pasó sin pena
ni gloria por Buenos Aires) se pone en marcha cuando Leo (Mark Wahlberg)
concluye una temporada de algunos meses en prisión. Tiene 24 años, una
mirada torva, desencantada, como de joven viejo. Por lo demás, toda una
vida por delante, sobre todo si se tiene en cuenta que no parece
especialmente interesado en reincidir. Sin embargo, ya la modesta fiesta
que le arman sus amigos y parientes para celebrar su libertad deja la
sensación de que lo que le espera son problemas. Esto tiene que ver con
la presencia de su compinche Willie (Joaquin Phoenix, mil veces mejor que
en Gladiador aquí), cuyas cualidades preanuncian claramente la
tormenta: le ha ido demasiado bien económicamente, es muy pedante,
altanero y demasiado amigo de Leo. Influye mucho en él.
La obligatoriedad de trabajar,
impuesta por el régimen de libertad condicional, lleva al protagonista a
la oficina de su tío Frank (James Caan). Este, un importante contratista
del Estado (al que también parece haberle ido demasiado bien), le
propone lo que todo chico que no fuera el personaje principal de un film
policíaco hubiera aceptado: una capacitación becada de
dos años y, después, un empleo fijo como técnico. Pero dos años es
mucho tiempo para Leo, ya fatalmente seducido por la posición que Willie,
que también trabaja para Frank, alcanzó en otra rama de la misma
empresa. Lo que hace Willie es negociar los contratos, las licitaciones
más o menos dibujadas que Frank le arranca al municipio. Un juego
sucio, en el que las pujas, coimas y apretadas son moneda
corriente. Los primeros tramos de su libertad, pues, ya ponen a Leo sobre
la mala senda. Así se instala la tragedia. La sangre, que tan bien la
condimenta, no tardará en correr.
Lo mejor de La traición es
lo que sigue. Todavía no ha pasado nada, o casi nada, y no obstante los
peligros potenciales (las botoneadas, el regreso a la prisión,
hasta la propia muerte) se acumulan paroxísticamente. Entre los elementos
que forjan este clima destaca la peculiar ambigüedad que Wahlberg le
imprime a Leo, que parece noble pero luce muy callado, seco, escondedor;
que parece bueno pero también dispuesto a todo, a cualquier
animalada, como una criatura esencialmente bestial. El contexto ayuda. Da
gusto ver a James Caan tan ajustado como siempre, pero no en el rol del
típico mafioso sino como un entrepreneur igualmente ambiguo,
escondedor, que nunca muestra su verdadera cara, ni todas sus armas. La
mamá de Frank (Ellen Burstyn) es otra pieza clave en la tragedia: llora y
sufre porque nada es como debía ser (y llora y sufre bien, muy bien).
Faye Dunaway, como la esposa del tio, vuelve a aportar su fría –no
menos ambigua– cuota de belleza madura. Todo, en fin, confluye en un
portentoso, y por eso muy sui generis, medio tono dramático: aquí
no ha pasado casi nada, como queda dicho, pero tenemos un fantástico
abanico de mafiosos, asesinos y traidores en ciernes que preanuncia lo
peor. Medios tonos como estos no son moco de pavo: hacen de carne y hueso
a los rufianes, a los semi-rufianes, a los que no lo son. Nos los tornan presentes.
¿Y después? Un rato después
sucede lo que anticipamos. La traición se afloja, de la mano de
unos vicios que primero son puramente tramáticos (como cuando Leo,
al que se supone rigurosamente vigilado, entra y sale alegremente de su
casa) y, después, más bien troncales. En otras palabras: la estructura
del guión y casi todos los personajes son objeto de una manipulación
marcada, tosca, que obedece a dos necesidades consabidas. Trazar
nítidamente –infantilmente– las fronteras entre el Bien y el Mal (los
buenos y los malos, claro, pero también la Ley y la ilegalidad), y dejar
completamente a salvo las columnas del sistema (jurídica,
burocrático-estatal e, incluso, policíaca). Pero bueno: a La
traición nadie le quita lo bailado en su inquietante tramo medio. Y
por eso vale.
Guillermo Ravaschino
|