1972. El sur
patagónico. La fuga que fue masacre. Mariana Arruti hace del defecto,
virtud. Utilizando las formas más clásicas en la construcción de un
documental (relato
lineal
sin saltos temporales, entrevistas a
cámara, imágenes de archivo), pero generando la tensión y el suspenso propios
de géneros ficcionales como el thriller o el policial noir, desarrolla, aprovechando la débil memoria del argentino medio,
una historia que nos sumerge en el túnel del tiempo hacia la barbarie,
inscribiendo a Trelew en el linaje que Raymundo Gleyzer supo
inaugurar con su Cine de la Base (y la asociación no es casual ya que el
director, desaparecido en 1976, filmó Ni olvido ni perdón
mientras acaecían los
hechos que aquí se narran).
La dictadura del
general Lanusse, en otro ejemplo de sus bravuconadas estériles, convierte a
la cárcel de Rawson en el depósito de los presos políticos del país
constituyéndola, al menos según el slogan publicitario, en una de máxima
seguridad. Fiasco que al revelarse pone en ridículo al régimen (las
cabezas de las organizaciones armadas allí recluidas logran fugar a Cuba vía
Santiago de Chile), y que éste, entonces, se cobrará en sangre. El recinto
cerrado (propio del policial inglés), se cruza con el contexto social en
ebullición de esos tiempos (rasgo fundacional del policial negro), y el
resultado desata la tragedia.
Como Claude
Lanzmann demostró en Shoah, el regreso a esos escenarios que no han
soportado el paso del tiempo es condición sine qua non para recuperar
la memoria, muy por encima de la posibilidad que brindan los monumentos.
Volvemos al aeropuerto de Trelew, abandonado, llenas sus paredes de
graffitis y a la cárcel, en sus umbrales, casi sin acceso al interior.
Escuchamos a los habitantes de la ciudad rememorar esos días –amas de casa,
obreros, guardiacárceles, remiseros, empleados de funerarias, periodistas–,
a los abogados garantistas enumerar sus batallas contra el estado de
hecho y a los ex presos políticos narrar el adentro. Los
testimonios se imbrican unos en otros; lo que se cuenta es una cadena a la
que cada uno aporta sus eslabones en la misma secuencia del relato. Palabras
que se suman a un discurso que los contiene por encima de su individualidad
dando carnadura a un cuerpo social que el proceso militar supo desmembrar.
Sociedad, entonces, que comenta como natural actos cotidianos (dar techo y
comida a los familiares de los presos que venían de todas partes a
visitarlos, asistir a esos mismos presos) que hablan de solidaridades,
ilusiones, idealismos concretos, sin esquivar el bulto a la consideración de
la lucha armada como herramienta válida en su contexto epocal.
Hay toda una
elección y un riesgo asumido por la directora al darle voz a personajes
(Vaca Narvaja, Gorriarán Merlo) que los medios masivos han sabido demonizar
sin mayores debates, con una liviandad que habla más de sus profundos
temores que de sus razones, pero también hay un apego a la Historia que sólo
puede hacer oír esta campana porque la otra –si es que existen dos–, la de
las fuerzas de la represión, se niega a emitir opinión sobre sus acciones,
lo que no hace más que dejar en evidencia el poder que tenían para llevarlas
a cabo y el valor del que carecen para hacerse cargo de las mismas. Y
también hay una imposibilidad fáctica de oír más voces, que el final devela
en cinco o seis carteles que dan cuenta de este final abierto y nos
recuerdan el peso de tantas muertes que carga nuestra espalda social.
Participantes directos e indirectos, sobrevivientes, familiares, todos
muertos o desaparecidos con una saña y una impunidad que aterrorizan y en
base a una metodología y un plan sistemáticos que vuelven a quedar al
descubierto. Una prueba más, a contrapelo de lo que todavía muchos procuran,
infructuosamente, sostener
(consecuencias propias de una guerra, teoría de
los dos demonios, obediencia debida, excesos, etc.).
Un escalofrío que sube desde abajo,
un viento que nos trae las voces de los que todavía claman por una justicia
que a 32 años de la masacre sigue sin ver la luz, una historia donde la
realidad supera cualquier ficción, un film que no hay que dejar pasar.
Javier Luzi
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