Marzo de 1991. La Guerra del Golfo acaba de finalizar con el resultado que todos conocemos
y las tropas estadounidenses se aprestan para volver a casa. Pero hay cuatro soldados que tienen otros planes. Hallaron algo así como
el "mapa del tesoro", una papeleta con las indicaciones para acceder a un bunker
adonde yace el oro que Saddam le birló a Kuwait. Su postrera misión, pues, será
atravesar el desierto y alzarse con los lingotes. Nadie debería enterarse de esta
acción, concebida para concretarse en algunas horas, sin disparar un tiro ni cargar con
pesadas culpas: quien roba a un ladrón, se sabe, merece cien años de perdón. Pero el
plan obviamente se complica.
Tres reyes ocupa algún lugar
en el camino que va de los films de guerra a los de acción y aventuras. Y otro ejército,
no de soldados sino de chistes, la quiere aproximar a sátiras como M.A.S.H.
(Robert Altman, 1970), aunque muy pocos de esos chistes dan en el blanco. Estamos frente a
una de las pocas películas que Hollywood dedicó a la guerra contra Irak, escasez que se
explica por las singulares características de dicha operación: una guerra "a
control remoto" en la que sólo corrió sangre enemiga, y en muchos casos civil, no
es elemento dócil para las apologías patrióticas. La película de David Russell no
está exenta de patriotismo o más propiamente, de patrioterismo pero lo
incluye de una manera inusual. Más sutil. Sus héroes no empiezan siendo "los
yanquis" sino "estos yanquis". Estos cuatro reyes (aunque en el título
sean tres para preservar cierta cosa bíblica) que emprenden un viaje llevados
por la codicia... y lo concluyen a caballo de las más nobles intenciones que podrían
movilizar a cualquier mortal: la solidaridad para con los opositores iraquíes, aquellos a
los que George Bush instó a rebelarse contra Saddam para abandonarlos a su suerte una vez
"recuperada" Kuwait. Esta y otras pocas críticas, o autocríticas, se dejan
oír entre los disparos, persecuciones y explosiones de una fábula a puro sol, copiosa en
efectos especiales y de una textura ciertamente modernosa: imágenes granuladas,
de alto contraste y colores saturados por aquí; montaje vertiginoso y violentos zooms por
allá... ráfagas que aprovechan los cinco canales del Dolby Stereo por todos lados.
Lo de "fábula" no es
gratuito. Archie Gates (George Clooney), Troy Barlow (Mark Wahlberg), Chief Elgin (el rapper
Ice Cube) y Conrad Vig (el tambíen director Spike Jonze, de quien vimos ¿Quieres ser
John Malkovich?) deben ser los mercenarios más sensibles del planeta. Ya los
primeros opositores a Saddam, salvajemente martirizados por el régimen, les parten el
corazón a tal punto que no trepidan en arriesgar el pellejo para salvar a los niños de
las bombas, o en ceder sus máscaras a los hombres bajo unas bombas de gas ("diez
veces más agresivo que el lacrimógeno") que les hacen escupir sangre con un
estoicismo formidable. Los rebeldes iraquíes también tienen sus particularidades.
Entre los líderes, por ejemplo, hay un buen hombre cuya vocación, fatalmente frustrada
por el tirano, era instalar un hotel, mientras que otro de ellos quería montar una
peluquería. Hollywood quiso que el drama esencial de los kurdos y demás víctimas de
Saddam ¡gente sin techo ni comida! se travistiese bajo la forma de la
imposibilidad de ejercer la libre empresa. Esto ya no tiene nada de sutil.
Por el lado actoral hay que decir que
al proverbial espesor de Clooney se suma la simpatía de los restantes
(excepción hecha de Jonze, algo desbocado). Y hay otro personaje importante, una
reportera de la CBS muy naturalmente interpretada por Nora Dunn, ex animadora del popular Saturday
Night Live de la televisión estadounidense. El problema es que ni ella ni las
cámaras de la CBS parecen tener otro cometido que prohijar y por supuesto registrar
un ampuloso final feliz en el que la bonhomía del cuarteto contagia abruptamente a la
superioridad y todas las tibias críticas, o autocríticas, parecen diluirse. Los héroes
vuelven a ser "los yanquis" y cada maldita cosa vuelve a ocupar su lugar.
Guillermo Ravaschino
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