No hay un Roman Polanski, sino varios. Uno nos tiene acostumbrados a obras que
convirtieron a la neurosis, la psicosis y la paranoia en excelsos materiales
cinematográficos: Repulsión el segundo y acaso más redondo de sus
films, El bebé de Rosemary, El inquilino y, entre los últimos, Perversa
luna de hiel y La muerte y la doncella tienen que ver con él. Otro Polanski
acumula títulos alegremente anodinos, como Qué?, de 1973, y otros que lo son en
parte (no alegres, sino anodinos), como Cul De Sac, al que una vez citó como su
favorito. Un tercer Polanski, más reciente, ofrece un puñado de películas "de
encargo" que no reflejan su genialidad pero sí su oficio, pugnando por abrirse paso
entre recetas formales y argumentos desafortunados. Ocurrió con Búsqueda frenética,
y vuelve a suceder acá.Todo empieza con otro
encargo. El que lo debe ejecutar ya no es Polanski sino Dean Corso, el mercader de libros
raros que La última puerta encomendó a Johnny Depp. Corso es tan raro como los
libros antiguos que rastrea, compra (siempre a precio vil) y vende por fortunas: recatado,
huraño, ciertamente estafador y sin embargo algo querible, tal vez por la pasión con la
que se entrega a tan singular oficio. Uno de sus clientes, Boris Balkan (Frank Langella,
quien supo interpretar a Drácula), posee una de las tres copias existentes de "La
novena puerta", libro del 1700 consagrado a las invocaciones satánicas y, según
leyendas, coescrito por el mismísimo Diablo. Balkan quiere que Corso viaje a Europa para
rastrear el paradero de los otros dos volúmenes y compararlos con el suyo, ya que algo le
dice que sólo uno de ellos es el original. Sólo Dios o Lucifer sabe cuál es
el interés real de Balkan. Pero la oferta es millonaria y Corso acepta el desafío.
Los incunables que desfilan por la pantalla se
conjugan con una compacta galería de personajes estrambóticos, tanto o más desvelados
que el protagonista por las mismas reliquias, actualizando algunos viejos temas de
Polanski. El puente es la obsesión. Y la escenografía, estupendamente diseñada por ese
célebre escudero de Francis Coppola que es Dean Tavoularis, evoca más de un sugestivo
clima polanskiano de otrora. Lo que resta es una larga (muy larga: el film dura
dos horas y fracción) maratón por vistosas locaciones de Portugal y Francia.
Más allá de la gracia de unas pocas criaturas (hay
dos hermanos libreros que recuerdan a los simpáticos Hernández y Fernández de las
aventuras de Tintín), este paseo por Europa resulta engorroso. Tiene algo de James Bond:
una condesa y ciertos ricachones levemente villanescos y, más en general, el plan
turístico. Pero le falta la acción que, para bien o para mal, siempre acompaña a
las hazañas de 007. Y que aquí no ha sido reemplazada por vuelo alguno del guión,
aunque han sido tres, a falta de uno, los encargados de adaptar la novela original de
Arturo Pérez-Reverte. Lo peor es la inclusión de Emanuelle Seigner (esa beldad que el
viejo Roman tiene por esposa) como ángel guardián del protagonista. Especie de superpiba
invulnerable, mal actuada, ensalzada por efectos especiales espantosos (llega a volar en
cámara lenta), lo de Seigner no atenúa el tedio: lo aproxima a la ridiculez.
La última media hora depara algo de acción, pero
no es de las mejores. El ritual de magnates satánicos ofrece menos, mucho menos de lo
mismo que Ojos bien cerrados, de Stanley Kubrick. Y el clímax, que es a todo
trapo, transpira una malignidad epidérmica, inverosímil, propia de las caricaturas
terroríficas con las que suele castigarnos la televisión.
Guillermo Ravaschino
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