Impulsada por el mismo equipo que estuvo detrás de El
fugitivo, y basada en una famosa obra de teatro que Alfred Hitchcock llevó al cine en
1954, llega Un crimen perfecto. Que no es tan redonda como El fugitivo (por
lejos la mejor versión de los seriales de TV que el cine ha dado en muchos años), pero
se beneficia de un criterio más abierto que el que manejó Sir Alfred a la hora de la
adaptación. En efecto, Dial M For Murder no figura entre las grandes gemas del
Maestro, seguramente porque nunca despegó del todo de la teatralidad de la pieza de
Frederick Knott. Policial de intriga, celos y codicia, el de Hitchcock crecía al ritmo de
las especulaciones verbales y hasta el clímax era resuelto mediante la pura, o casi pura,
charla entre los involucrados. Eso sí: los actores estaban deliciosamente conducidos.
Grace Kelly como la inocente millonaria adúltera; Ray Milland como su marido gélido,
dispuesto a cualquier cosa para vengarse y heredarla al mismo tiempo.
Los temas y la base argumental
son los mismos en el film de Andrew Davis. También el acento del suspense, que no
está puesto en "quién lo hizo" como en "qué pasará de ahora en más con
todo esto". El drama está capitaneado por la sólida máscara de Michael Douglas.
Quien combina la perfidia de su Gordon Gekko (el financista de Wall Street) con la
exasperación que dominaba a William Foster a medida que Un día de furia lo sacaba
de quicio. Steven Taylor también es financista, y no le va nada bien. Cuando descubre que
su hermosa, acaudalada esposa Emily (Gwyneth Paltrow) le está metiendo los cuernos con un
pintor, decide hacerla asesinar... por su propio amante. Este se hace llamar David Shaw y
su intimidad con los pinceles data de una temporada que pasó en la cárcel. También es
veterano de otro arte: seducir a millonarias ingenuas, desplumarlas y huir con el botín.
Viggo Mortensen se luce en este rol, aunque al principio y con el fin de contrastar
después las malas artes del guion lo obligan a transpirar excesivas dosis de
caballerosidad y ternura. El hecho es que Steven saca a relucir medio millón de dólares
y la amenaza de enviarlo nuevamente tras las rejas. Y David acepta el encargo.
Pero el verdadero drama comenzará cuando el criminal
fracase y Emily sobreviva. Un amplio abanico de suspensos a futuro se despliega entonces.
Las sospechas de la damisela recaerán primeramente en su marido y después, mucho
después, en David. Steven deberá ingeniárselas por partida triple: para imponer su
coartada, castigar a David que cobró y no ejecutó y zafar de la bancarrota
sin los dólares de su mujer. Y el pintor levantará cabeza para chantajearlo. A
diferencia del film de Hitchcock, que lo resolvía todo en una habitación, en este opera
un interesante juego escenográfico: del despampanante piso de los Taylor en la 5ta.
avenida al menesteroso estudio-loft de David en Brooklyn. La puesta de cámaras y los
ritmos de montaje vuelven a confirmar a Andrew Davis como uno de los pocos
"artesanos" de Hollywood que todavía gozan de cierta personalidad.
Lo que hay que lamentar son unos cuantos condimentos
caros al cine industrial que aquí se han ensañado con la ex novia de Brad Pitt. No es
poco espectacular ver a Gwyneth Paltrow ingenuamente enamorada. Pero Emily también es la
reserva moral del film, y por eso hay un marcado, fastidioso halo de santidad
revoloteándola. Su trabajo de traductora de la delegación yanqui en las Naciones Unidas
está retratado como la más noble de las militancias. Y su consiguiente poliglotismo
no sólo le sirve de pasaporte en la comisaría (al detective en jefe, un tal Mohamed, le
da conversa en árabe) sino para atravesar el más oscuro barrio de latinos con un
"boinas tardes..." y un vestuario que, por esos lares, no usaría nadie que no
fuese la Paltrow.
Guillermo Ravaschino |