La película de Sam Raimi tiene lugar en Ohio muy bellamente fotografiada e irrumpe cuando los hermanos Hank y Jacob
Mitchell, acompañados por su amigo Lou, se topan con un
avión incrustado en la nieve. No hay sobrevivientes y una saca con 4 millones de dólares
les sonríe desde el interior de la nave. El plan es simple: esconder la montaña de
billetes hasta que la nave sea descubierta. Si alguien busca el dinero lo quemarán, y si
no embolsarán el toco para fugar rumbo a nuevos horizontes. El plan obviamente
se complica, y el grupo, para zafar, acomete una frenética cabalgata de crímenes cada
vez más irredimibles.
Lo que también se complica es el
guion de Scott B. Smith, que a falta de buenas mañas esto es, de conflictos relativamente novedosos y consistentes recala en un tendal de arbitrariedades
manifiestas. Toda vez que es preciso estirar el statu quo argumental, es decir demorar la
captura o el deschave de los ladrones, Hank (Bill Paxton) se comporta como un
estratega perspicaz, que arma y desarma planes cerebrales con una rapidez que le
envidiaría Sherlock Holmes. Cuando hay que apurar la debacle del trío, en cambio, actúa
como un perfecto idiota.
La esposa de Hank (Bridget Fonda) es
objeto de una manipulación aun más acentuada. Virtual títere de Raimi, Sarah arranca
como una tierna, insospechada vocera de la corrección política ("Los billetes no
tienen dueño, seguro que provienen del robo a un banco", le dice Hank como para
justificar el hurto. Y ella: "Pues entonces pertenecen al banco..."). Y en menos
de diez minutos se convierte en la encarnación del mismísimo Satanás. Acaba de nacer su
primogénito y la enfermera lo deposita en sus brazos. Hete que, mientras le da la teta
por primera vez, en lugar de mirarlo, hablarle, sentirlo, Sarah se pone a tramar junto a
su marido los próximos pasos a seguir. Si algo faltaba, Raimi la crucifica con un
duradero plano detalle... ¡de sus dientes!
Al lado de Sarah y Hank, Lou (Brent
Briscoe) y Jacob (Billy Bob Thornton) destilan coherencia psicológica. Uno es borracho y
bruto, el otro un pajarón incurable... desde el principio al fin. Es verdad que Lou no
carece de iniciativa (quiere empezar a patinar el dineral ya mismo) ni Jacob de tozudez
sentimental (no querrá escapar de Minnesotta, apegado a la cabaña de su difunto padre),
pero no serán capaces de limar un ápice de estas pulsiones en su beneficio. ¿Qué los
hunde? ¿Su codicia, sus caprichos? ¿O una prejuiciosa fórmula que suma "4 millones
de dólares" más "provincianos pobres" y obtiene como resultado una
tragedia inevitable?
Lo perverso es que los cuatro
personajes hacen de conejillos de Indias de una moraleja muy cara al stablishment.
No por nada, al comenzar el film puede oírse la voz en off de Paxton, que recuerda lo
"feliz" que era antaño, cuando tenía un trabajo de ocho horas y contaba
moneditas. Y remata: "hay que trabajar por el Sueño Americano, no robárselo".
Una bolsa de dinero corrompiendo de la noche a la mañana a un puñado de provincianos,
como planteo moral, suena remanido y enojoso. Como palanca argumental, convierte al
espectador en la víctima de un doble chantaje. Para dejarse atrapar no sólo deberá
convertirse en cómplice de esa mirada despectiva, sino hacer la vista gorda ante el
estridente manoseo de los personajes que deriva de ella.
Guillermo Ravaschino
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