Como la distribuidora de 28 Días no
dispuso funciones previas para la prensa, tuve que ver la película en el cine. Menuda
experiencia fue sumergirse en la sala 11 del multiplex de la Recoleta a las 16
(único horario anunciado por el complejo) para soportar la tanda publicitaria más larga
de la historia: 30 minutos, casi un tercio de lo que dura la película. ¡Qué impudicia!
Cuando ya había perdido las
expectativas de ver otra cosa que no fueran avisos, las luces se apagaron del todo y
salió al ruedo Sandra Bullock, en el pellejo de Gwen, una alcohólica empedernida,
inmanejable, de esas que provocan problemas adonde quiera que van. A poco de arrancar, y
con la ayuda de su novio Jasper un tiro al aire como ella, descontrola
la fiesta de casamiento de su hermana, lo que incluye destrucción total de torta,
pronunciación de discurso hiriente fuera de lugar y choque de limusina contra
despampanante chalet. Too much, no sólo para la familia sino para la Justicia,
que la condena a una temporada de 28 días en el Serenity Glen, un centro de
rehabilitación para alcohólicos y drogadependientes.
Esto recién empieza pero ya no
saldremos de allí. Entre las paredes de la institución y a la vera del apasible follaje
que la rodea, seremos testigos de los avances de Gwen. Que no serán lineales, ni siempre
voluntarios, sino tortuosos y zigzagueantes. ¿Suena familiar? Y sí. Desde Atrapado
sin salida (Milos Forman, 1975) hasta Inocencia interrumpida, ese espantoso
bodrio con Winona Ryder estrenado recientemente, 28 Días evoca a docenas de
películas "de rehabilitación". Muchos de cuyos esquemas renacen en el marco
del Serenity Glen: las reuniones grupales, con sus ridículos "temas del día"
anunciados por los altoparlantes; los empleados de la institución, demasiado fríos
inicialmente, como si prologaran su predecible "ablande" ulterior; ese abanico
de pacientes que ya desde el vamos resulta familiar, y hasta la propia Gwen, demasiado
prolija y maquillada para la situación. Hay que apuntar, no obstante, que el planteo de
fondo o si se quiere, la tesis de 28 Dias trasciende el
maniqueísmo de Atrapado..., adonde los locos eran santos y los psiquiatras
pervertidos, y el de Inocencia interrumpida, que con la misma grosería proponía
un escenario inverso.
Los "momentos fuertes" de 28
Días no son precisamente memorables. Me refiero a la andanada de separaciones y
reencuentros, más alguna muerte, que precede rutinariamente al desenlace. Y a
"conversaciones claves" como aquella que sostienen Gwen y su novio sobre un
bote, en el medio del hermoso lago que bordea al centro de rehabilitación. "Ningún
adulto es feliz", le dice él, "con el primer drama te das cuenta de que la vida
es pérdida". Esta y otras simplificaciones se ocupan de enterrar al pobre Jasper
para habilitar, al mismo tiempo, el ingreso de otro personaje en la órbita afectiva de
Gwen. Hablo de Eddie Boone (Viggo Mortensen), un beisbolista que intenta superar su
adicción a la cocaína. Pero Mortensen está muy bien; es gracioso ver y oír cómo
describe su debilidad por esa droga y las mujeres, cual si fueran una misma cosa. Y es
hora de decir que Bullock sale airosa de este, uno de los pocos roles emocionalmente
exigentes que le han tocado en su carrera. Con lo que la subtrama sentimental entre ambos
discurre serenamente, puntuada por algunos bocadillos de interés. Uno de ellos:
"¿Qué tiene de malo celebrar la sobriedad emborrachándose?".
Los numerosos flash-backs destinados a
echar luz sobre el pasado familiar de Gwen resultan por lo menos redundantes (además de
idénticos a los de Días de furia, de Paul Schrader): aclaran poco e interrumpen
el flujo de la narración. Steve Buscemi, en cambio, brilla como Cornell, un ex adicto y
directivo del Serenity que también contrasta, y mucho, con la galería de villanos que
fatigó hasta hoy. Se lo ve tan sensato, humano y tierno que hasta parece una persona.
Guillermo Ravaschino |