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VENGAR LA SANGRE
(The Limey)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por Steven Soderbergh, con Terence Stamp, Peter Fonda, Lesley Ann Warren, Luis Guzmán, Barry Newman, Nicky Katt.



Este es un policial muy singular. Su perfil argumental es bajo. A falta de un sinfín de peripecias en tren de complicarse progresivamente, a cambio de las "vueltas de tuerca" que parecen ser la gran estrella del rubro en estos tiempos, Vengar la sangre avanza en torno de un planteo muy sencillo: Wilson, un inglés sexagenario (y eso es Terence Stamp, además de un actor magnífico), rastrea los últimos pasos de su hija, que murió en circunstancias dudosas. Se dice que fue un accidente, pero este hombre, que pasó la mitad de su vida en prisión por delitos de los que sabremos poco y nada, cree que fue un asesinato. Y el primer lugar en su lista de sospechosos lo ocupa Terry Valentine (Peter Fonda), un empresario de Los Angeles vinculado con el rock. La historia empieza con la llegada de Wilson a California, cuyos códigos le son extraños aunque poco parece importarle: su obsesión es alcanzar al culpable, enterarse de lo que pasó y (cuanto menos a juzgar por la versión local del título) vengarse. La letra grande de la historia no ofrece mucho más. La letra chica sí: los diálogos certeros, secos; el montaje y la música, que son objeto de una elaboración y una inspiración que no se ven –ni escuchan– todos los días; las actuaciones. El clima que resulta de todo ello es el que se lleva las palmas. El octavo film de Steven Soderbergh no es de esos que se quedan dando vueltas en la cabeza por mucho tiempo (como sí lo fue Sexo, mentiras y video, su estupenda opera prima). Pero mientras dura, atrapa.

Entre todos los rasgos apuntados, el que está en la base de este saludable experimento es el montaje. El hilván de las secuencias es muy raro –no así retorcido– y tiene algo que ver con lo que el psicoanálisis y los surrealistas denominan asociación libre. Hay breves piezas de diálogo que reconocen unidad de tiempo (en otros términos, "bocadillos") y, sin embargo, están armadas con fragmentos pronunciados en distintos tiempos y lugares por el mismo personaje. Otras veces el discurso de alguien se conjuga con acciones que lo ilustran, pero no directamente sino de un modo más sutil. El pasado de Wilson, por ejemplo, suele iluminarse tenuemente a partir de las imágenes que lo muestran mucho más joven, rasgueando tonadas en su guitarra en el living de un departamento inglés. Lo de Peter Fonda es notable. Con 61 años a cuestas que en la mayor parte de sus trabajos recientes parecen algunos más, aquí recupera buena parte del encanto hippie que lo hizo famoso en los '60 (principalmente, aunque no sólo, de la mano de esa road movie memorable que fue Busco mi destino).

La música, de lo más ecléctica, da lugar a unos acordes de film noir que se tensan hasta la exasperación, pero también a ritmos hiphopeados y construcciones más cercanas a la música clásica. El trabajo de cámaras no es la excepción: algunas tomas están movidas, casi sacudidas, como si al camarógrafo se le hubiesen contagiado los nervios de determinados personajes; otras no podrían ser más estables. Lo que importa en cualquier caso es que todos estos juegos, estas formas, no tienen vida propia. Es decir: no responden al capricho, ni al azar, sino a la necesidad de acompasar el drama. No siempre lo consiguen, pero casi. Y ese que está ahí con cierta cara de rabino y lentes es Randy Newman, quien supo hacer a Petrocelli, el abogado defensor más famoso de la televisión (¿lo recuerdan?).

Al fin y al cabo, el argumento es algo más que lo que se apuntó al principio, aunque no voy a revelarlo aquí. Sólo diré que tiene que ver con cierta identidad oculta, o subterránea, que comparten los antagonistas. Cuando ese plus, esa sustancia narrativa se descuelga suavemente de las formas, Vengar la sangre alcanza una curiosa plenitud.

Guillermo Ravaschino      


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