Alguien acostumbrado al
animé (el comic japonés, conocido como manga en su vertiente
audiovisual) televisivo y no habituado a mayores espesuras en lo que a cine
de animación se refiere, se topará con una morrocotuda sorpresa si acude al
cine a ver El viaje de Chihiro (película recientemente premiada con
un Oscar, pero finalizada en 2001) en la habitual compañía de un hijo
pequeño, de un sobrinito, o de un nieto. Y es que, si a los que ya conocen
los recientes trabajos del director Hayao Miyazaki (la ecologista La
princesa Mononoke o Porco Rosso) la película se les presentará
como una continuación de ideas motoras a lo largo de su obra, a los que
acudan llamados por la campaña publicitaria intitulada “Oscar: El viaje
de Chihiro” les resultará más que sorprendente, rotundamente impactante.
Una vez llegados a ese punto todo dependerá de la predisposición del
espectador a dejarse sorprender o no. Es una advertencia.
Porque el protagonismo de la
película corre a cargo de una niña –Chihiro–, pero la historia tiene bien
poco de infantil. Chihiro cuenta diez años y, deprimida por el cambio de
residencia de sus padres, se muestra decididamente caprichosa e
insoportable. Como en las películas de David Lynch, lo fantástico viene
insertado en lo más cotidiano. Los padres de Chihiro confunden el camino
hacia su nueva casa, y se encuentran en una suerte de parque de atracciones
abandonado. A partir de ese momento, lo cotidiano deja paso decidido a lo
mágico: sus padres, atraidos por un festín abandonado en un puesto, se
convierten en cerdos (literalmente, así). Comienzan a aparecer fantasmas, o
lo que parece que son fantasmas: cientos de dioses que se dirigen hacia una
especie de balneario regentado por una hechicera malvada. Chihiro consigue
salvar su vida, pero a cambio de intentar devolver a sus padres a su forma
humana, debe dejar atrás su pereza, sus caprichos, pues se ve obligada a
trabajar en ese balneario.
Los
elementos que irán apareciendo en esta historia de aprendizaje graciosamente
cautelosa no remiten prácticamente a nada de lo que un espectador
occidental medio suele encontrar dentro del monopolizado (por los
grandes estudios de Hollywood) panorama de la animación cinematográfica. Se
trata de acontecimientos y situaciones que están infinítamente más cerca de
las claves del cine fantástico que de los patrones esculpidos por la
animación estadounidense. De esta manera, resulta especialmente brillante el
trabajo efectuado por Miyazaki con sus personajes (aunque esta afirmación
esconda algo de esquizofrénico, sin duda) sencillamente humanos, nada
caricaturizados, y con la creación de un auténtico ejército de semidioses y
dioses olvidados (desde un anciano con unos brazos quizás infinitos a un
bebé gigante y caprichoso, pasando por un dios mitad humano mitad dragón que
es sometido por la voluntad de la tirana bruja).
Decidido
continuador de una tradición cinematográfica impresionante, Miyazaki (más
heredero de Kurosawa que de Walt Disney, para hacernos una idea) no oculta
en ningún momento su mensaje de tolerancia y equilibrio zen, su actitud
ecologista y su descarada intención de hacer una película enriquecedora en
el plano moral. Su mayor mérito estriba en que lo hace a través de senderos
–si no nuevos– poco transitados, más oxigenados. Y no sólo en lo que hace al
universo de la animación.
La puesta
en escena de Miyazaki es precisa, rigurosa. La banda sonora de Jo Hisaishi,
excelente, en la línea abierta por el compositor a través de sus
colaboraciones con Takeshi Kitano, deja también muy a las claras su voluntad
rupturista. No hay más que enfrentarlas a las variaciones sobre los ejes
(siempre los mismos) que mueven a la mayor parte de las partituras
compuestas para largometrajes de animación.
En el debe
de la película también hay items. Por momentos resulta demasiado compleja.
Tantas imágenes tan cargadas de significación pueden desorientar a un
público adulto. Probablemente –y allí reside la mayor de las paradojas– no a
los niños, que se quedarán con la versión más pura de la fábula: la historia
de una niña que tiene que trabajar en un balneario de dioses para poder
convencer a la bruja de que reconvierta en humanos a sus padres-cerdos. Pero
hay más. Tanto más que se imponen segundas visiones, o incluso terceras.
Quizá demasiado. Quizá faltó tiempo para contar tantas cosas. Quizá.
Rubén Corral
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