Llaman la atención los ríos de tinta que hizo correr La vida es bella. No tanto
en Norteamérica que parece estar
curándose del espanto a reírse de tal o cual cosa como en ciertas capitales
europeas y aquí, en Buenos Aires. Lo que se discutía, en resumidas cuentas, era si la
película de Roberto Benigni le faltaba o no el respeto a la memoria del Holocausto. Si
corresponde o no montar una comedia en torno de tan magna tragedia histórica.
Los debates casi nunca dejaron de girar
en torno de ejes falsos ya que La vida es bella, para empezar, no tiene mucho de
comedia. O más exactamente: lo pierde en la medida en que el Holocausto va adentrándose
en la narración. La primera parte, que funciona bastante bien, relata el crecimiento del
romance entre Guido (Benigni) y Dora (Nicoletta Braschi, a la sazón su verdadera esposa),
y ahí reside la mayor parte de los gags. Que están insertos en situaciones cómicas
muy bien pensadas, algunas de largo aliento, generalmente deudoras de cierto tono
chaplinesco. Para mejor, el peso y la proliferación de las monigotadas de Benigni (cuya
calidad de director despega, ahora, de su mayormente hartante desempeño histriónico) han
sido acotados al máximo.
La segunda parte está ambientada en el
campo de concentración, en el que Guido toma fuerzas para convencer al hijo de que el
Holocausto es otro juego, nada más. A partir de aquí el realizador se toma mil y una
licencias para sostener este planteo en el tiempo, sin abandonar del todo la
comedia ni dejar de honrar a cada una de las convenciones de la "corrección
política". No siempre consigue lo primero (ya que sí lo último). El tiempo
ficcional, por caso, quiso que Dora, Guido y el pequeño Josué pasaran años en aquel
infierno (declarados por diversos signos). Pero el lapso que se le sugiere al público por
la poca variación de las acciones, los ánímos y aun los estados físicos
es de una semana. O a lo sumo, dos. Esta astucia (con la que Benigni sugestiona al
público como Guido a Josué) hace que el indeclinable empuje de Guido resulte más
creíble, más factible. ¿Pero no resulta menos conmovedora, entonces, la dimensión de
su entrega?
Los artilugios de Guido para
entretener al niño interfieren rara vez con las rutinas concentracionales dispuestas por
los nazis. La veracidad, la Historia, en este punto hubieran conspirado contra la permanencia
de ese largo sketch que, como un show aparte, protagonizan padre e hijo en un espacio
virtualmente liberado de los opresores. No deja de ser razonable: el aislarlos focaliza el
vínculo, y lo contrario hubiera sido poner en primer plano ciertas truculencias que aquí
fueron confinadas a un espacio-tiempo insinuado, ajeno al que se ve en pantalla. ¿Pero no
pierde hondura un drama y especialmente uno edificado en torno de una
anécdota como la que nos ocupa cuando su fondo trágico se pone en
fuga?
En fin. También es cierto que el
trabajo actoral de Benigni y en cierta medida el del chico (Giorgio Cantarini) inducen
más de una vez a hacer la vista gorda frente a semejantes desajustes. A pagar el
precio de las convenciones para dejarse arrebatar por la ternura, el compromiso y el
coraje de ese padre, finalmente traducido largamente honrado
en la sonrisa de su benjamín. Pero las convenciones están. Pesan, distraen.
La comicidad de esta
segunda etapa, en tanto, no sólo es tenue por los pocos gags, sino porque las imágenes reales del Holocausto (o mejor dicho:
las imágenes del Holocausto real) siguen vigentes, y presentes, en la conciencia
colectiva de la Humanidad. Es decir, del público.
Guillermo Ravaschino
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