Entre las
cinco o seis razones que da el filósofo Tomas Nagel para explicar por qué la
gente hace lo que hace, una de ellas es: porque ya empezó a hacerlo.
Se quiera o no, comenzar a hacer algo es –muchas veces– una de las razones
para seguir. Esta premisa parece cumplirse al pie de la letra en el caso de
David Hurst (Campbell Scott), el personaje central de La vida secreta de
un dentista,
un dentista casado
–con
otra dentista–,
con tres hijos y que, viviendo en una casa enorme y siendo poseedor de su
propio consultorio, prefiere no concentrarse demasiado en el deterioro que
está mellando su vida e intenta superar una crisis matrimonial haciéndose un
poco el boludo. Haber luchado tanto para conseguir la vida que tiene (ocho
años de universidad, prestamos bancarios, etc.) es la mejor razón que
encuentra para mantenerla. Lo demás es inercia.
De esta
inercia se vale la película para mostrarnos la vida de un, o más bien de dos
dentistas, que de secreta tiene poco y nada. Quizá lo secreto remita,
simplemente, a lo íntimo, a lo que excede el ámbito del consultorio. ¿Qué
pasa con los dentistas cuando no están hurgando entre dientes? ¿Los
dentistas son necesariamente perversos? Desde el comienzo queda claro que
no: los dentistas también son seres humanos y muchos (como el del film)
llevan una vida promedio.
Este, por
ejemplo, vive en un suburbio relativamente importante de los Estados Unidos
y es el centro indiscutible de la historia. Sabemos todo a través de él, en
primer lugar porque es suya la voz en off que puntúa por momentos al relato:
disertaciones sobre su profesión y sobre la similitud entre los matrimonios
y las dentaduras. Conocemos, a su vez, parte de su pasado, ilustrado por un
par de flashbacks de sus recuerdos más felices; sus miedos (imágenes de su
esposa, como perra en celo, participando en un trío); sus fantasías (su
esposa y la joven ayudante de David, en plena cópula). Estas imágenes
digresivas, a contramano del naturalismo-base del film, se nutren de una
textura áspera, una iluminación prolijamente descuidada, muchas de ellas
están ralentadas y algunas hasta vienen acompañadas
grandilocuentemente por música de ópera.
Por último,
tenemos acceso también a una suerte de alter algo del dentista (un
tal Slater, interpretado por
Denis Leary),
un paciente bien macho: maleducado, entrometido y misógino, acompaña a David
durante buena parte del film (y nadie, exceptuando al protagonista, puede
verlo), brindándole consejos (por ejemplo, que mate a su esposa), reprobando
sus cobardías y aplaudiendo sus osadías. La representación de la
esquizofrenia light a través del desdoblamiento del personaje central
es un recurso francamente trillado (se utilizó, por ejemplo, con otros
matices pero de forma similar en Una mente brillante y en El
ladrón de orquídeas), síntoma de la pereza narrativa de la que tantos
directores actuales son víctimas: enunciar en vez de insinuar.
Personalmente, sospecho que este alter ego no es más que un agregado
de último momento, un esfuerzo para sumar un poco de interés y de vuelo a
una película que no termina de arrancar. En rigor, que sea o no una decisión
de último momento es lo de menos. Lo alarmante es que deja esa sensación.
Sería injusto,
de todos modos, no mencionar algunos de los aciertos de la película. Yo me
voy a quedar con dos. La representación de los hijos del dentista se aleja
de la representación típica de niños. En vez de ser lindos, dulces y
traviesos-pero-adorables, son insoportables: patalean, lloran, chillan y
hasta pegan y vomitan. Los chicos, por una vez, son como chicos, lo cual nos
retrotrae a Philip Seymour Hoffman confesando un poco avergonzado, en
State And Main, que a él "los chicos no le dicen demasiado". A dicha
virtud se le suma una secuencia muy bien lograda cerca del final del film.
La familia está sumida en una especie de fiebre colectiva: todos enfermos,
sudados, sufriendo alucinaciones. El film, formalmente, emula esta
enfermedad familiar por medio de una iluminación brillante, planos torcidos
y el show musical móvil que brindan, de forma sensualmente grotesca, Slater
en el saxofón y la ayudante de David (vestida súper sexy y cantando con suma
sensualidad), conformando un tono alucinatorio-pesadillesco.
Este no es el
único cambio de tono en una película que no mantiene –a veces para bien, a
veces para mal– una coherencia formal demasiado rígida, cuyos vaivenes
parecen ser más el fruto de insuficiencias narrativas que de una apuesta
estética fuerte y bien pensada. Escenas de la vida conyugal con toques de
humor negro y escatológico; un tono naturalista que va y vuelve, mutando
a piacere; una serie de leit-motivs inconducentes (él quedándose
dormido en cualquier lado, el televisor mostrando tragedias ajenas mientras
ellos viven su crisis propia); una casa que está iluminada como si fuera un
telo; música funcional monocorde más digna de ascensor –o de sala de
espera– que de película, y, desparramados y audaces, algunos aciertos. Es
extraño, pero fallida como es, La vida secreta de un dentista resulta
una apuesta más interesante que casi todo lo que ofrece la cartelera actual.
Ezequiel Schmoller
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