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VIDAS PRIVADAS

Argentina, 2001


Dirigida por Fito Páez, con Cecilia Roth, Dolores Fonzi, Gael García Bernal, Luis Ziembrosky, Héctor Alterio, Lito Cruz, Carola Reyna.



Hace poco se hablaba, por una polémica que ahora no viene al caso, de que al cine español le sigue faltando la película definitiva sobre la posguerra civil. Sin embargo, eso no es óbice para que la industria española se mortifique con mediocres empresas sustentadas en gran parte en la repetición de clisés históricos y cinematográficos y, ya que aquella Guerra Civil y la posguerra quedan ya tan lejos, sólo cabe esperar que algún director de talento sobresaliente pueda ya realizarla. En Argentina también van servidos de películas sobre la dictadura militar, algunas de ellas sobresalientes, como el caso de Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999). Pues bien, pese a que la competencia en una cinematografía pujante en tiempos de crisis nacional se encuentra a un nivel elevadísimo, continúan lanzándose propuestas tan superfluas como esta Vidas privadas, del músico y actor Fito Páez, una película rodada con la supuesta óptica alejada, fría y sopesada del argentino que se exilió hace muchos años y que regresa a su país con la mirada límpida sobre los acontecimientos de aquella época de los desaparecidos. Nada más lejos de la realidad.

Fito Paez se presenta como director de largometrajes (en 1994 ya fue guionista y director del mediometraje La balada de Donna Helena) con una película prescindible y ampulosa, que pretende mostrar situaciones límites provocadas por los desajustes de cuentas con el pasado de una República Argentina con heridas que todavía –según Paez– supuran. Y para su propósito cabalga del melodrama a la tragedia sin solución de continuidad, pretendiendo además que se le tome como un adaptador del mito de Edipo cuando en realidad se limita a oscurecer planos vacíos (imita la pintura de Balthus, según el director) y revestir de chapucera estética de telenovela a un argumento trastabillado que vaga entre la apresurada reconstrucción de antecedentes, en su arranque, y el soporífero alargamiento de los tiempos tras el violento clímax. Un desenlace deudor del mito de Edipo y al que sólo se acude una vez se ha terminado el jugo de la historia de los mellizos Reggiardo Tolosa, arrancados de su familia durante la dictadura, y que siguieron una suerte parecida a la del amante de Carmen (Cecilia Roth) en la película.

A que el film sea tomado en serio no ayuda, desde luego, uno de los hipotéticos puntos fuertes del mismo: una banda sonora musical tremebunda que subraya con histerismo algunos momentos de la historia, reforzando la sensación de que, más que ante una película, nos encontramos ante un capítulo más de una teleserie. Tampoco unos diálogos artificiosos, antinaturales incluso puestos en boca del más hiperbólico de los ciudadanos argentinos visto desde la sorprendentemente desnaturalizada mirada de un argentino en España, que eluden adaptarse a una realidad concreta (Argentina, 20 años después de la dictadura) para constituirse en pomposos pensamientos verbalizados de manera inverosímil, como si Páez tomara en serio el tópico que corre en España sobre la verborrea argentina.

La Carmen Uranga que encarna Cecilia Roth es una mujer incapaz de entregarse al amor, atenazada por el recuerdo de un esposo que fue asesinado por los militares y por un hijo que le robaron cuando permanecía en prisión. Su sexualidad es una vía excelente para comprobar su frigidez amorosa: se masturba junto a la puerta que la separa de una pareja a la que ella paga para que hagan el amor mientras ella escucha. El trabajo de Roth con el acento es comprensible si se tiene en cuenta que lleva tanto tiempo o más en España que su propio personaje. Donde sí que se nota el esfuerzo interpretativo es en el acento argentino del valor más brioso del cine mexicano, Gael García Bernal, que aquí encarna a un modelo que trabaja también como gigoló y que, como todos (subrayaría el "todos" como "absolutamente todos") los personajes de la película esconde un esqueleto en su armario. Junto a ellos, destaca la interpretación de Dolores Fonzi y la presencia, en una de sus demasiado habituales actuaciones testimoniales, de Héctor Alterio como el padre de Carmen.

Rubén Corral     


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