Este es el primer largometraje del mexicano Francisco Vargas, y uno de los
más premiados entre los que ese país paseó por festivales cinematográficos
internacionales de fecha reciente. Es natural: su presupuesto es bajo y la
calidad de su factura, alta. Lo primero que impacta, justamente, es la
formidable iluminación de Martín Boege sobre las imágenes en blanco y negro:
unos contrastes fuertes, pero a la vez muy sutilmente matizados,
escalonados, a tal punto que impresionan incluso cuando se los proyecta en
video.
La historia transcurre
en una selva rodeada de campos sembrados. Allí se enfrentan militares y
guerrilleros, aunque sería más exacto decir que los militares persiguen,
cazan y torturan a los guerrilleros (como a todo sospechoso de serlo), mientras
que estos últimos escapan, se esconden, se reagrupan y buscan el
mejor momento para contraatacar.
Al terceto protagónico
lo integran el viejo Plutarco, su hijo Genaro y su nieto Lucio. Genaro es
guerrillero, y todo indica que Lucio, cuando le llegue la hora, también lo
será. El viejo es manco, pero aprendió a tocar el violín atándose el arco al
muñón que luce donde otrora estaba su mano derecha (Angel Tavira
–el de la
foto– también es manco, y un actor no profesional que debutó de anciano para
alzarse gracias a este, su primer papel, con el justo premio a Mejor Actor
del último Festival de Cannes). La cuestión es que los guerrilleros
necesitan golpear al Ejército para recuperar prisioneros y armas, pero están
varados en la selva, con muy pocas municiones. Esta situación, sumada a la
condición de músico y anciano de Plutarco, convertirá a este hombre en el
espía ideal: a lomo de burra, violín en mano, se las rebuscará para ir
todos los días al cuartel cercano, donde hará buenas migas con el oficial al
mando con el objetivo de robar secretos, balas y las armas que encuentre.
Aunque el acento de los
personajes y otros pocos datos sugieren que la acción está ambientada en
México en algún momento de la década del '70, no hay ninguna indicación
precisa de lugar, ni de tiempo. No es un error, sino un acierto, porque una
historia como esta podría transcurrir en casi cualquier país
latinoamericano; en casi cualquier época del siglo XX, o del que recién
comienza. Respecto de la ideología, o la política, la indeterminación es aun
mayor: en ningún momento se discuten motivos, se declaman reivindicaciones
ni se fundamentan causas. ¿Falta de compromiso? ¿Planteo "lavado"? Tampoco.
El punto de vista del relato está tan cerca (y tanto tiempo) de Plutarco,
Genaro y Lucio, que la identificación con ellos, y por carácter transitivo
con su causa, es una opción ineludible para el espectador. En este punto, es
como si el film dijese: ¡no vamos a perder el tiempo discutiendo de qué lado
hay que ponerse! El que no lo diga con palabras, sino con su gramática
específica, lo salva del ridículo y lo aproxima a films muy otros, que en
contextos muy diversos dijeron algo parecido con lenguaje similar (Corazón
valiente, sin ir más lejos). Pero esto tiene otra razón de ser: la
sustancia de El violín es esencialmente afectiva, y los afectos (en
el cine, al menos) no suelen ser amigos de las palabras. La entrega y la
valentía del anciano, en este sentido, son rasgos puramente cinematográficas: se
imponen lentamente, suavemente, a fuerza de reiteración y acción. Sin que
nadie las nombre; sin que nadie las registre, siquiera, durante buena parte
del metraje (deben saber que el viejo se manda solo al cuartel; sin
que se lo pidan y sin avisar).
Los diálogos
–también
los hay– entregan sus mejores formas en los intercambios entre Plutarco y su
nieto, que consolidan la vertiente emocional al tiempo que habilitan un
puñado de respetables momentos dramáticos. Genaro, en cambio, luce demasiado
enfático en la interpretación que Gerardo Taracena, acaso preocupado por la
parquedad verbal del rol, ofrece del guerrillero que le tocó en suerte.
También hay que decir
que la fotografía, los paisajes, los encuadres, el propio tema (que tiene
que ver con el honor en circunstancias en las que está en juego la supervivencia) y hasta la melodía del violín del título (que es música
funcional pero se convierte una y otra vez en incidental, despegando
libremente de la acción para ambientar la atmósfera) permiten
contemplar esta película como si fuera un Western. Y de ese modo, si es que
cabe, disfrutarla todavía un poquitito más.
Guillermo Ravaschino
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