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WALL-E

Estados Unidos, 2008



Largometraje de animación dirigido por Andrew Stanton.



Ya es un lugar común, pero hay que volver a decirlo: Pixar lo hizo de nuevo. Es que otra vez, como casi siempre en su escasa pero rica filmografía, estos estudios han llevado la animación infantil a la categoría de arte, a la altura de los grandes maestros como Hayao Miyazaki, el autor de El viaje de Chihiro y El increíble castillo vagabundo.

La nueva criatura prodigio de los creadores de Buscando a Nemo y Ratatouille es un robotito, muy parecido a Cortocircuito, que habita un planeta Tierra que, siete siglos después del presente, se ha convertido en un gigantesco basural inhabitable para los seres humanos. Estos se han ido al espacio, dejando por error encendido a WALL-E, cuya única misión es compactar los residuos y acomodarlos apropiadamente.

La película se toma unos cuantos minutos para presentar a su protagonista y su mascota –una cucaracha tan dulce como resistente, cuyo único medio de expresión es su cuerpo– conviviendo con un entorno desolador y melancólico. WALL-E ha desarrollado una personalidad curiosa, cariñosa y romántica, que lo ha llevado a coleccionar toda clase de objetos y a mirar clásicos musicales de la edad de oro de Hollywood, como Hello, Dolly!, mientras añora un poco de compañía, de esa compañía relacionada con el amor y la amistad. Son momentos en que la cinefilia funciona como testimonio de un pasado casi idílico, al que no parece poder retornarse, aplastado por un presente apocalíptico y abismal. A la vez, la tecnología se presenta como un singular y paradójico legado de la humanidad.

Es con el arribo de EVE, una robot exploradora que desciende de una nave espacial expedicionaria, que la rutina de WALL-E se irá alterando por completo. Es el nacimiento de una historia de amor muy particular, que invierte los roles habituales. EVE tiene un comportamiento masculino-adolescente: es bastante brusca en sus modos, se pone furiosa a la primera de cambio y no tiene problema en lanzar un rayo aniquilador a todo lo que se le pone enfrente. WALL-E llega al límite de lo infantil en lo que se refiere a sus demostraciones de afecto, en su necesidad de contacto, en su devoción hacia su amada. Pero es su pureza, su ausencia de maldad, la que irá derribando todas las barreras, incluidas las que interponga EVE.

La segunda parte del film involucra la aventura que emprende WALL-E para rescatar al amor de su vida. Es aquí donde el relato se convierte en una ficción definitivamente política, retratando a una humanidad que vive en una especie de nave-resort, cada vez más gordos, sin pararse o hacer ejercicio en ningún momento, asistidos por miles de máquinas, entregados al frenesí consumista, alienados por completo, sin posibilidad de comunicarse entre sí. Es una pintura tan actual como futurista, como si ciertos rasgos del presente hubieran sido llevados al extremo, trazando un futuro oscuro, estático, carente de sensibilidad y, principalmente, peligrosamente cercano.

Ante eso, WALL-E propone un retorno a las fuentes que, vale aclarar, está lejos de cualquier planteo reaccionario. Lo hace desde lo contenidista y temático, planteando una vuelta a los orígenes, una recuperación de lo corpóreo en contacto con la naturaleza. Pero también desde lo formal, rescatando modalidades de narración que algunos consideran extintas. En tiempos de productos cinematográficos en los que se impone el montaje frenético y la redundancia explicativa a través de los diálogos, Pixar va en sentido contrario: es la afirmación del relato clásico, de la transmisión de sentimientos y sensaciones a partir de la mirada y lo gestual, del impacto sensorial a partir de la generación de climas. Lo consigue creando mundos propios, que respiran por sí mismos, que capturan la imaginación del espectador. Porque no hay lugar a dudas: uno le cree todo a ese hermoso robot. Lo sigue hasta el infinito y más allá.

Rodrigo Seijas      


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