Ya
es un lugar común, pero hay que volver a decirlo: Pixar lo hizo de nuevo. Es
que otra vez, como casi siempre en su escasa pero rica filmografía, estos
estudios han llevado la animación infantil a la categoría de arte, a la
altura de los grandes maestros como Hayao Miyazaki, el autor de El viaje
de Chihiro y El increíble castillo vagabundo.
La nueva criatura prodigio de
los creadores de Buscando a Nemo y Ratatouille es un robotito,
muy parecido a Cortocircuito, que habita un planeta Tierra que, siete
siglos después del presente, se ha convertido en un gigantesco basural
inhabitable para los seres humanos. Estos se han ido al espacio, dejando por
error encendido a WALL-E, cuya única misión es compactar los residuos y
acomodarlos apropiadamente.
La película se toma unos
cuantos minutos para presentar a su protagonista y su mascota –una cucaracha
tan dulce como resistente, cuyo único medio de expresión es su cuerpo–
conviviendo con un entorno desolador y melancólico. WALL-E ha desarrollado
una personalidad curiosa, cariñosa y romántica, que lo ha llevado a
coleccionar toda clase de objetos y a mirar clásicos musicales de la edad de
oro de Hollywood, como Hello, Dolly!, mientras añora un poco de
compañía, de esa compañía relacionada con el amor y la amistad. Son momentos
en que la cinefilia funciona como testimonio de un pasado casi idílico, al
que no parece poder retornarse, aplastado por un presente apocalíptico y
abismal. A la vez, la tecnología se presenta como un singular y paradójico
legado de la humanidad.
Es con el arribo de EVE, una
robot exploradora que desciende de una nave espacial expedicionaria, que la
rutina de WALL-E se irá alterando por completo. Es el nacimiento de una
historia de amor muy particular, que invierte los roles habituales. EVE
tiene un comportamiento masculino-adolescente: es bastante brusca en sus
modos, se pone furiosa a la primera de cambio y no tiene problema en lanzar
un rayo aniquilador a todo lo que se le pone enfrente. WALL-E llega al
límite de lo infantil en lo que se refiere a sus demostraciones de afecto,
en su necesidad de contacto, en su devoción hacia su amada. Pero es su
pureza, su ausencia de maldad, la que irá derribando todas las barreras,
incluidas las que interponga EVE.
La segunda parte del film
involucra la aventura que emprende WALL-E para rescatar al amor de su vida.
Es aquí donde el relato se convierte en una ficción definitivamente
política, retratando a una humanidad que vive en una especie de nave-resort,
cada vez más gordos, sin pararse o hacer ejercicio en ningún momento,
asistidos por miles de máquinas, entregados al frenesí consumista, alienados
por completo, sin posibilidad de comunicarse entre sí. Es una pintura tan
actual como futurista, como si ciertos rasgos del presente hubieran sido
llevados al extremo, trazando un futuro oscuro, estático, carente de
sensibilidad y, principalmente, peligrosamente cercano.
Ante
eso, WALL-E propone un retorno a las fuentes que, vale aclarar, está
lejos de cualquier planteo reaccionario. Lo hace desde lo contenidista y
temático, planteando una vuelta a los orígenes, una recuperación de lo
corpóreo en contacto con la naturaleza. Pero también desde lo formal,
rescatando modalidades de narración que algunos consideran extintas. En
tiempos de productos cinematográficos en los que se impone el montaje
frenético y la redundancia explicativa a través de los diálogos, Pixar va en
sentido contrario: es la afirmación del relato clásico, de la transmisión de
sentimientos y sensaciones a partir de la mirada y lo gestual, del impacto
sensorial a partir de la generación de climas. Lo consigue creando mundos
propios, que respiran por sí mismos, que capturan la imaginación del
espectador. Porque no hay lugar a dudas: uno le cree todo a ese hermoso
robot. Lo sigue hasta el infinito y más allá.
Rodrigo Seijas
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