| Whisky 
    toma su nombre de ese latiguillo que se dice alegremente frente a un grupo 
    que será fotografiado: “¡Digan whisky!”. Cuando se dispara el flash, queda 
    registrada la sonrisa forzada; más una mueca que una demostración de 
    alegría. Ese artificio social inventado para que todos salgamos lindos en la 
    foto tiene mucho que ver con lo que sucede en esta película, construida a 
    partir de pequeños gestos y disimulos.
 
    Los que sonríen 
    falsamente en el retrato son Jacobo (Andrés Pazos) y Marta (Mirella 
    Pascual). Jacobo es el dueño de una pequeña fábrica de medias. Su vida gris 
    y rutinaria transcurre entre su casa y la fábrica, donde apenas cruza 
    algunas palabras con Marta, su empleada de confianza. La visita de su 
    hermano Herman (Jorge Bolani), radicado en Brasil hace muchos años, con 
    motivo de la colocación de la lápida en la tumba de la madre altera la 
    monotonía de esos días siempre iguales. 
    La ficción que 
    inventa Jacobo en complicidad con Marta para impresionar a Herman se le va 
    de las manos, como suele pasar siempre que alguien “se hace pasar por”. La 
    tensión sólo se descomprime con el humor, que impregna casi sin querer 
    muchas escenas de la película. Surge al exponer y desnudar lo absurdo de las 
    convenciones sociales que pautan la vida cotidiana, y cómo esas convenciones 
    se utilizan aquí a modo de parches para tapar (mal) una mentira. La 
    repetición, la exacerbación de esos ritos (desde la espera del botones por 
    la propina hasta la conversación en un viaje carretero) funcionan como 
    válvula de escape para esta olla de presión a punto de estallar. 
    Lo notable es la 
    forma cinematográfica que los directores 
    uruguayos 
    Juan Pablo 
    Rebella y Pablo Stoll (ambos también lo fueron de 25 Watts) eligieron 
    para contar esta historia. La emoción, las atmósferas y los estados de ánimo 
    se construyen con las imágenes, a puro cine. Ya desde el comienzo, con una 
    recorrida por la ciudad y la música ciudadana y triste de la Pequeña 
    Orquesta Reincidentes, con ese loop de imágenes que es el arranque en la 
    fábrica de medias, o esa larga caminata de Marta por el pasillo vacío de un 
    hotel. 
    Entre estos tres 
    personajes solitarios se coló, como un cuarto protagonista, un entorno en 
    decadencia. Queda patente en el bar de la esquina donde Jacobo desayuna 
    todos los días, en la fábrica de máquinas vetustas, en cierta cortina de 
    enrollar rota, en el apartamento que guarda los resabios de la agonía de la 
    madre de Jacobo y, sobre todo, en el hotel y el balneario de calles vacías y 
    negocios cerrados. Ese trasfondo y la cadencia narrativa son algunos puntos 
    de contacto de Whisky con otra excelente película uruguaya, La 
    espera (dirigida por Aldo Garay), aunque Whisky no llega a ser 
    tan oscura. Irradia un poco más de luz; una luz amarillenta, pero luz al 
    fin. 
    Si en 25 
    Watts quedaban muy claras las influencias de Jim Jarmusch o Raúl 
    Perrone, con esta segunda película los directores lograron un estilo mucho 
    más personal. El resultado está ligado indeleblemente a la dirección de arte 
    de Gonzalo Delgado (también coguionista del film) y a tres piezas claves en 
    este sutil mecanismo que son los intérpretes. 
    Con Whisky, 
    la dupla Rebella-Stoll confirma lo que ya había demostrado en su primera 
    película: sensibilidad, agudeza, ternura, sentido del humor y mucho talento 
    cinematográfico. En esencia, es una película sobre la soledad, y el bagaje 
    de ritos y convenciones a los que recurrimos (con o sin éxito) para 
    combatirla. Pequeña y de una tristeza profunda y contenida, si Whisky 
    provoca una sonrisa será en realidad una mueca, como la que se ensaya cuando 
    uno va salir en la foto. Pablo Izmirlian      
    
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