Apoyada en un comic de Marvel
Enterprises que hizo furor a mediados de los sesenta, llega esta película
estadounidense de ciencia ficción. Viene ambientada en un futuro
próximo, en el que los seres humanos comparten la Tierra con unos
mutantes, los hombres X, que son como cristianos potenciados. En
uno de ellos, Wolverine, se concentra la mayor parte del interés del film. Esta criatura con nombre de hidrocarburo animada por el
australiano Hugh Jackman tiene algo de felina: cuando se enoja le salen
filosas garras de alguna parte de sus manos. Claro que, a diferencia de
los gatos, este las tiene de metal, y no de cualquier metal sino de adamantine,
algo más resistente que el titanio. No es esto lo interesante, empero,
sino la facha del hasta hoy desconocido Jackman: patillas largas, aire
informal, gesto rebelde... pero con carácter. Este
cóctel de Clint Eastwood con Elvis Presley (versiones jóvenes) se
combina con los logrados cuándo no efectos especiales y con el
sugestivo planteo del guión para redondear un comienzo saludable.
En el mundo que nos
convoca, el gran problema es la convivencia entre los humanos y los
mutantes. O más bien, entre los mutantes y los humanos más repulsivos y
paranoicos, que tienen en el macartista senador Kelly a su
adalid. Si en la historieta original (sobre la que el film no operó
demasiadas modificaciones argumentales) esto funcionaba como una metáfora
de la lucha por los derechos civiles, acá busca y logra ecos sin
nombrarlos en otros hitos de la historia universal del
prejuicio: la discriminación a los afectados por el Sida y a las minorías
extranjeras. El gran problema,
no ya del mundo sino de X-Men, es que la sugestión, y
especialmente la nobleza, se le terminan pronto.
A poco de andar ya se
dividen las aguas entre los mutantes. De un lado está el profesor Xavier,
Charles Xavier, animado por ese pelado increíblemente jovial (debe tener
como doscientos años) que es Patrick Stewart. El otrora capitán de Star
Trek es aquí el capo de los mutantes buenos. Los poderes telepáticos
de don Xavier son sencillamente impresionantes. Si para muestra basta un
botón, sépase que es capaz de controlar mentalmente a una dotación
entera de policías sin mosquearse. Del otro lado está el mutante malo,
Magneto (Ian McKellen), que aspira a barrer de una buena vez con los
humanos... y sabe que, si se unen, él y Xavier serían imparables. Ahora
bien: este pelado es muy, pero muy bueno (y paralítico: nunca se baja de
la silla de ruedas). Y se perfila como el vértice de una montaña de corrección
política que se prolonga en la Escuela de Niños Dotados
(léase: jóvenes X) que dirige, y en la que las clases de superpoder
son sólo algunas entre muchas otras, a las que podríamos agrupar dentro
de una apenas camuflada categoría de "moderación cívica".
Del otro lado, Magneto no es del todo malo (Mc Kellen está muy bien),
pero aparece como si lo fuera y, en condición de tal, todo está
minuciosamente arreglado para que nos identifiquemos con Xavier.
¿Y qué es lo que
quiere Xavier? En dos palabras: coexistencia pacífica. No simplemente con
"los humanos" sino con los elementos pérfidos que los gobiernan
y "representan". Es decir, con los senadores Kelly que este
planeta tiene por doquier... pero especialmente en los Estados Unidos. Y
si no, que me expliquen por qué la batalla mais grande (el
clímax, pero también su interminable prolegómeno) tiene lugar a pasitos
de la Estatua de la Libertad, sobre la sede de una reunión de estadistas
que es lo más parecido a un pleno de las Naciones Unidas. ¿No es esto
odioso? ¿No había acaso otra institución, otro evento más empático
para invitarnos a palpitar su defensa desde el bando de los buenos?
A esta altura, la que
empezó como una buena pieza de ciencia ficción para adultos ya está
plenamente convertida en un festival de superacción para infantes. Esa es
la más grande mutación que depara esta película.
Guillermo
Ravaschino
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