SECCION
FUTURO
Honor de
cavalleria (España, 2006. Dirigida por Albert Serra).
Don Quijote con su caballo, Sancho con su burra (aunque andan mayormente a
pie). Una campiña ilimitada, sin señales de civilización ni "marcas de
época" a la vista. Una acción prácticamente nula: caminan, se detienen,
duermen; se despiertan, caminan, se sientan; etcétera. Si la intención
del director fue hacer pesar cada minuto de "aventura" en el espectador,
conmigo lo consiguió: el tercer día de la caminata de Quijote y Sancho me
encontró sintiendo que hacía 72 horas que había empezado la película. Por
cierto que esto no se traducía o prolongaba en reflexiones, sino en
hartazgo. Honor de
cavallería ofrece diálogos minúsculos muy de vez en cuando, todos ellos
en idioma catalán. Son del tipo: "Sujeta esto, Sancho." "¿Llovió?" "Vamos
para allá." "Va a salir el sol." "¿Te gustan los perros, Sancho?" Por el
lado de Sancho vaya y pase, porque el gordito Lluis Serrat, palabra más,
palabra menos, resulta bastante simpático. Pero el Quijote de Lluis Carbó
parece un anciano esclerótico, o en el mejor de los casos empastillado, al que hubieran secuestrado de un
geriátrico, o neuropsiquiátrico, para encajarle el rol. El film tampoco
tiene buena fotografía (ha sido iluminado por el sol, pero en sentido
estricto: a la buena de Dios, como si el astro rey fuera su director de
fotografía… y cuando el sol se apaga –cosa que ocurre muchas veces, porque
abundan los crepúsculos– ya no se ve casi nada), ni ha sido bien rodado (la
cámara en mano se mueve sin ton ni son, como en las filmaciones hogareñas, y
campean los desenfoques). ¿Estamos ante el
producto de un imbécil que sólo intenta decirnos que el Quijote era un
imbécil? Ay, yo no sé. He buscado y rebuscado en Internet, en críticas, en
reportajes y en declaraciones del realizador, a ver si aparecían las ideas,
la inteligencia o la poesía ocultas, tan ocultas que se me escapaban por
completo, detrás de esta película de 100 minutos a la que a la media hora yo
ya le perdonaba todo, absolutamente todo, con tal que terminase lo antes
posible. Pero no aparecieron. Lo que sí encontré son renovadas pruebas de un
sistema perverso, constituido por funcionarios, "cineastas" y "expertos" que
confunden mediocridad artística con independencia artística, y lo hacen con
tanto ahínco que logran instalar engendros como éste en las competencias
oficiales de festivales internacionales como el de Mar del Plata.
Guillermo Ravaschino
Lo que sé de Lola
(España-Francia, 2006. Dirigida por Javier Rebollo).
En las ciudades modernas
–y
este film nos lleva a París–
la soledad es reina. León sabe de esto viviendo a través de los otros,
contemplándolos en las estaciones de trenes, en los bares, en la televisión.
Mientras su madre (sobre)vive su ciclo se mantiene en marcha; cuando el
destino final de la anciana se cumple, debe buscar un sustituto. Y lo
encuentra en Lola, su vecina. Una española en Francia, con trabajos
mediocres o directamente sin ellos, de enamoramientos fáciles y autoengaños
mucho más fáciles aun. Javier Rebollo
con su opera prima entrega un film difícil, árido, taciturno y de una
quietud extrañada, donde lo español y lo francés se disputan primacía y se
contraponen: lo móvil y lo quieto, lo ruidoso y lo silencioso, la presencia
excluyente y la ausencia que se presentiza. Eso es Dolores, Lola (Lola
Dueñas), la protagonista que se muestra de a retazos, en sombras, filmada a
destajo y sin cuidados especiales de estrella, de espaldas, fuera de cuadro,
sin maquillaje, el deseo femenino incompleto e inasible para el hombre.
Haciendo que el tiempo se decante de los planos fijos en las pensadas
puestas en escena, deudora de los franceses Godard (la escena del baile es
una cita-homenaje a Vivir su vida) y Truffaut, y del existencialismo
sartreano de "La náusea", en diálogo con el cine de Almodóvar por oposición
(éste trabaja el exceso, Rebollo por sustracción; uno juega con los géneros,
el otro con la modernidad del cine)
–hay
aires de Hable con ella, La flor de mi secreto, Volver–,
Lo que sé de Lola apuesta por un espectador atento mientras desliza
apuntes sutiles e inteligentes sobre el voyeurismo y la soledad modernos,
las obsesiones, las vidas grises, la necesidad de echar mano al azar para
sembrar destinos, mientras vemos a Lola volverse un poco León, multiplicando
esa tristeza que ha sido su marca de origen.
Javier Luzi
El tiempo que
se queda (Chile, 2007.
Dirigida por José Luis Torres Leiva). Este documental chileno sobre una
clínica psiquiátrica está lejos de abordar el tema de la locura, al menos
directamente, y menos por cierto en su variante psicológica. Lo que se
propone es evaluar el transcurso del tiempo en un espacio determinado.
Cuando se concentra en el factor humano, mostrando el entrecruzamiento de
las personas –aunque muchas veces no se registran entre sí–, los ritos y
costumbres, la soledad, la alienación individual, alcanza excelentes
momentos. Cuando hace foco en los objetos y elementos inanimados, en cambio,
pierde todo impulso vital, quedándose tan sólo en la contemplación. Un film
que durante numerosos pasajes consigue hablar muy bajito, a través de las
imágenes. Rodrigo Seijas
Falkenberg
Farewell
(Adiós a
Falkenberg. Suecia, 2006. Dirigida por Jesper Ganslandt). Esta película
sueca cuenta los días de un grupo de jóvenes amigos de veintipico en el
pueblito rutinario y común del título. Ese tedio que conforma la vida de
todos entrelaza las relaciones y consigue que algunos de ellos muy
especialmente construyan una amistad que parece indestructible. De la
amistad y del tiempo (hu)ido, aquello sobre lo que no se vuelve más, habla
Falkenberg Farewell de una forma que aún me pregunto si es
simplemente efectista o serenamente sensible. Sabemos que la música
construye efecto y que el uso de la voz en off de diario personal también, y
ambos elementos son aquí utilizados, pero las actuaciones naturales y la
cámara fluida rompen el artificio. Cuando el final se asoma como quiebre
inevitable pero también previsible, el efecto buscado de la nostalgia y el
dolor por lo que fue parece potenciarse; que un muerto hable siempre
consigue conmover. Y la pregunta sobre la sensiblería o la sensibilidad
vuelve a hacerse presente.
Javier Luzi
SECCION NOCHES
ESPECIALES
Copacabana
(Argentina, 2006. Dirigida por
Martín Rejtman). Allá va Rejtman a espiar un poco una típica celebración de
la comunidad boliviana. Consciente de su exterioridad, de su carácter ajeno
al tema, se limita a plantar el trípode y colocar la cámara, dejando que la
acción surja por sí sola en un espacio-tiempo determinado. Logra así
momentos de gran intensidad, pero también de los otros, donde no se sabe muy
bien cuál es el sentido. Y entre los errores del director de Los guantes
mágicos está el de no ser coherente con su planteo inicial: amaga con
explorar las condiciones sociales de los bolivianos en la Argentina, su
historia y nivel de autoconciencia. Pero sólo se queda en eso, en el amague,
como si lo hubiera asustado ir más allá. Entonces el film termina siendo no
más que una serie de apuntes, un mero borrador de algo que pudo haber sido
mucho más ambicioso y complejo. Rodrigo Seijas
Las vidas posibles
(Argentina-Alemania, 2007. Dirigida por Sandra Gugliotta). Luego de su
coyuntural opera prima Un día de suerte, Sandra Gugliotta se
inmiscuye en un relato que bordea el misterio y el fantástico y hace pie en
la trama policial para dar cuenta de una ausencia, una gran pasión o ese
juego de dobles tan caro al imaginario cinematográfico.
Una pareja
feliz y la posterior desaparición de él. Ella se lanza a la búsqueda sin
datos. Viaja al sur. Cree encontrarlo. El tiene otra vida. A la par, la
investigación oficial va acumulando pruebas y el desenlace mortal parece ser
el único final posible. Al igual que en el Trapero de Nacido y criado,
el sur parece surgir más como locación bellamente fotografiable que como
necesidad del guión o conformación de un nuevo personaje. Eso no sería
problema si el resto se sostuviera por sí solo. Pero no se sostiene. El
guión hace agua por todos los flancos al punto de asumir la ilogicidad más
burda, los personajes no actúan congruentemente con las situaciones que
viven (digo: si uno se encuentra a quien creía perdido, ¿qué espera para
preguntar, si no es reconocido, qué pasó?), o nos faltan las pautas que nos
cuenten el por qué de semejantes reacciones. Y entonces, si alguien pregunta
"¿querés comer?", el otro contestará "yo me visto de colorado porque me
gusta", y así van los personajes intentando hacernos creer lo imposible.
La
obsesión es fabricada, el amor fabricado, la intriga fabricada. Todo es
falso y se nota. Las actuaciones también; apenas sale airosa Natalia Oreiro
en un pequeño papel, y la música está pensada para hacernos sentir lo que
las imágenes no son capaces de transmitir. Un derroche de silencios mal
ubicados y de palabras inconexas que no sirven para dar cuenta de la
negación que se puede suponer está construyendo la protagonista, y que no
son suficientes porque para reconocer que los últimos 10 o 15 minutos están
bien debe considerarse que el resto nos llevó hasta allí, a ese final, pero
nada de eso ocurre lamentablemente.
Javier Luzi
Extranjera
(Argentina,
2007. Dirigida por Inés de Oliveira Cézar). Inés de Oliveira Cézar ha
corrido riesgos con su nueva película. Después de su conmovedor segundo
opus, Cómo pasan las horas, eligió adaptar libremente "Ifigenia en
Aulide" y trasladarla a estas tierras. Y los riesgos deberían ser siempre
bienvenidos. Extranjera resulta una película fallida pero creo que
muy interesante para discutir algunas cuestiones.
Podrían leerse
ambas películas referidas como un díptico en contraposición: a la acuosidad
de Como..., donde el mar latía su presencia, la aridez de
Extranjera resuella impregnándolo todo; si la tragedia en una flotaba en
el aire entreverándose con la vida común, cotidiana y sobre todo privada, en
la otra se eleva anunciada, previsible, aceptada y especialmente como una
necesidad colectiva. La anécdota es mínima, un pueblo de montaña sufre una
sequía arrasadora, un hombre decide sacrificar a su hija para vencer la
maldición que se supone ella porta y abate el lugar. Si el elenco cumple más
que acertadamente con su rol; si los textos, aunque un poco artificiosos, no
suenan envarados; si la atemporalidad es un punto a favor, las locaciones
abiertas hacen respirar al film quitándole todo corsé teatral y la
fotografía resulta impactante con imágenes que impresionan por su calidad...
¿en dónde está el error?
La pregunta
primordial sería: ¿qué queda de una tragedia si se le quita el pathos
trágico? Cierta posmodernidad lucha con esto y no sale airosa del trance. El
distanciamiento que opera sobre los personajes anula la hybris, la empatía o
cualquier otro sentimiento (quizá sólo en el personaje de la mujer, especie
de profetisa y vengadora, esto no se cumpla) y por lo tanto el destino
prefijado no interesa más que como finalización, no como teleología. Además
hay evidentes problemas de guión y de montaje. Se enuncian las relaciones
familiares más de lo que se las pone en acción, por ejemplo, y la defectuosa
construcción espacial dificulta en el espectador cualquier idea sobre la
marcha de los acontecimientos, haciendo ilógicos determinados movimientos de
los personajes.
Javier Luzi
SECCION APERTURA
ARGENTINA
El otro (Argentina, 2007. Dirección: Ariel Rotter).
Ariel Rotter dijo
que eligió contar este cuento "para su familia y los que lo conocen". Al
menos eso alegó cuando recogió los premios (Especial del Jurado y Mejor
Actor) en el último festival de Berlín. Y uno debería ver en esa afirmación,
además de un exabrupto efectista, una posición política o un programa
estético. Esto último es lo que nos interesa, obviamente porque la película
se sostiene en él.
Un hombre de
mediana edad, abogado, con un padre enfermo y una mujer que le anuncia su
próxima paternidad, una vida tranquila y que se presume monótona, un día
decide patear el tablero y buscar algo distinto. Se queda en un pueblo
adonde ha llegado para tramitar una sucesión y se cruza con una mujer y
otros personajes para con los que elige representar otras vidas, otras
identidades. Ser otro. ¿Se puede ser Otro, perder la identidad, cambiarla...
y para qué? Algo de eso experimentará Juan Desouza (Julio Chávez) jugando a
ser un muerto, un médico, un arquitecto, un hombre casado con varios hijos
en plan de amante para matar la rutina. Si la abulia se siente en el
ambiente, de repente la pasión desbordada y casi animal se cuela (en la
escena post velatorio), o el peligro al acecho (en la escena nocturna por la
carretera), o el temor a ser descubierto que vira en paso de comedia absurda
para dar lugar a la risa que distiende (en la escena de los primeros
auxilios en el hotel). También sobran algunas situaciones que no agregan
demasiado y parecen pertenecer a mundos cinematográficos otros: la pérdida
en mitad de un bosque (¿?), casi alonsiana (por Lisandro Alonso, el
de La libertad y Los muertos), y la mirada a las pequeñas
en el río, casi marteliana (por la directora de La ciénaga y
La niña santa, naturalmente).
Rotter maneja el
relato con un bisturí afilado y certero, posiciona la cámara en búsqueda del
siempre presente protagonista (otra composición mayúscula de Chávez),
evita los psicologismos devenidos parlamentos explicativos, opta por las
miradas que cuentan, dando una importancia capital a esos cruces, en una
posible reafirmación de la popular idea de que los ojos son el espejo del
alma. Y trabaja con el sonido y los silencios a conciencia: la respiración
entrecortada y profunda que desborda el cuadro y al personaje que la emite;
los ruidos de los colectivos y los autos ocupando todo el espacio auditivo;
las pisadas que se separan de su emisor y se convierten en la banda sonora
de la tensión en ciernes.
Y así como en un
momento nuestro protagonista decidió probarse otras ropas, sin mayores
razones decide regresar a su hogar. Y en ese retorno podría leerse una
elección de la vida que se ha tenido. Algo así como volver a elegir lo
elegido. Si el año pasado Burman entregaba con Derecho de familia una
historia que hablaba del pasaje de ser hijo a ser padre, en El otro
nuevamente afloran las relaciones paterno-filiales que ya parecen ser cifra
de estos tiempos como cuestión generacional de muchos directores. Javier
Luzi
SECCION EN FOCO
Rain Dogs (Perros
de lluvia.
Malasia,
2006. Dirigida por
Ho Yuhang).
Se dice
que las películas del Nuevo Cine Argentino tienen un aire de familia. Creo
que lo mismo puede afirmarse de cierto cine asiático no industrial producido
en Tailandia, Malasia y acaso Filipinas. Tsai Ming-liang,
Apichatpong Weerasethakul y ahora también Ho Yuhang están allí para
confirmarlo. Una suntuosa morosidad, largos planos secuencia, la idea de que
el cine puede ser simultáneamente narrativo y contemplativo. Rain Dogs
comienza con un chico poco avispado que llega a estudiar a la ciudad y vive
con su hermano, ya habituado a los riesgos y los ritmos de la vida urbana.
Pero cuando esperábamos que la película se concentrara en ellos, nos
enteramos de la muerte del hermano mayor en una pelea de la que solo vimos
el comienzo, suena un tema terriblemente triste (la músicalización del film
estuvo a cargo del propio director) mientras vemos llover a cántaros y
aparecen los títulos de inicio. Claro que ya ha pasado media hora de
película. El resto es el regreso del muchacho a su casa, el traslado a lo de
sus tíos, su vida con ellos, su crecimiento, las caminatas con una chica que
parece gustarle, y la naturaleza exuberante dictando el tempo de la
película, dándole temperatura a cada plano. El último, con sólo el mismo
lento melancólico del principio, un cielo nublado y las hojas de los árboles
moviéndose apenas, se las arregla para hacernos creer que todo tiene sentido
en esta vida, aunque duela. Marcos Vieytes
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