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Oscar 2001


La noche es Bob


Empezando por las candidatas (películas) y candidatos (directores) a los premios grandes, nada de la Gran Noche del Oscar 2001 había despertado mi interés. Las presentes líneas no estaban previstas, y casi se me pasa completamente por alto la emisión de la ceremonia que en la Argentina corrió por cuenta de Azul Televisión.

Llegué tarde al festín, lo vi de a ratos.

Después de un montón de diálogos breves e insustanciales de aquí y de allá seguidos de pases de manos, apareció el productor Dino de Laurentiis, que ganó el escenario para agradecer su estatuilla honoraria. Era la primera persona que se dirigía realmente a las demás para decirles algo. Algo para olvidar.

Después vino Jennifer López. Como para confirmar aquello de que la Gran Noche del Oscar es, antes que otras cosas, una ambigua y gigantesca performance, se aproximó al micrófono en plano general, con hermoso vestido y una apariencia que coincidía poco y nada con la habitual. Más que tostada, lucía chamuscada. Recién el primer plano me hizo notar que ese tono cetrino casi chorizo quemado de su piel era parte de un look nuevo, más exótico, hasta diría kenyata, destinado a contrastar violentamente la imagen de heroína latina tan trabajosamente impuesta por Hollywood. ¿Se habrá cansado Jennifer de todos esos papeles?

Lo mejor, por lejos, vino pocos minutos más tarde, cuando Bob Dylan entonó en vivo "Things Have Changed", uno de los temas de Fin de semana de locos nominado a Mejor Canción. Rápidamente bajé las luces, silencié el audio del televisor para dar cauce al amplificador y los baffles, y disfruté de un concierto inesperado, que me conmovió doblemente. Lo último que esperaba, con o sin Oscars de por medio, era descubrir que este tipo canta en el 2001 como en sus mejores tiempos. Y que se parece tanto a Drácula, no a tal o cual actor, sino a una nueva, y acaso más perfecta, versión cinematográfica del vampiro. La banda, ajustada, no tenía nada que envidiarle a la compactez de los Rolling Stones (de aquellos Rolling Stones). Pero no eran los Rolling Stones, era la banda actual de Bob Dylan, quien se convirtió ipso facto en mi gran candidato de la noche, en el motivo que me faltaba para palpitar parte aunque más no fuera una pequeña parte de este ritual con una pizca de protagonismo. Antes y después desfilaron algunos de sus contendientes: un anciano con cara de sapo acompañado por un coro de sirenas en coreografía white christmas ("a este viejo lo derrota Bob", me dije); Sting, ciento por ciento previsible; una muchacha que se hizo cargo de espantoso, frío hit de El tigre y el dragón, y Björk, la única rival de fuste, que encaró una de las canciones de Bailarina en la oscuridad con el esplendor a que nos tiene acostumbrados. Si no gana Bob va a haber quilombo, presentí ingenuamente. Suerte que ganó.

La Gran Noche del Oscar no deja de ser un termómetro de ciertas tendencias. (La pregunta es: ¿hasta qué punto?) Me costó creer que todas, o casi todas las figuras de la velada lucían más gordas que el año anterior. Algunas mucho más, incluso. Antes de que llegara a extraer ninguna conclusión aún no lo hice el zapping me llevó a Crónica, el Canal Argentino, que transmitía en directo otra ceremonia, no menos impostada que la de Los Angeles, ambientada en la Cámara de Diputados del Congreso Nacional argentino. Habían pasado 13 minutos de la una de la mañana y hablaba Elisa Carrió. Decía que la Bolsa porteña, con sus exangües 20 millones de dólares de movimiento diario y controlada por un par de pulpos que la hacen oscilar a piacere, no tiene peso real en cuanto Bolsa de Valores sino como factor de extorsión para que gobierno y parlamento ejecuten la voluntad de los poderes económicos. Sonaba bien. Muy bien. Poco después, empero, las inflexiones de la voz, el gesto y las palabras de Lilita (cada vez más intrincadas) dieron cuenta de esa contención que siempre marcha a contrapelo de sus expresiones contundentes: les estaba hablando a sus iguales. Hablaba desde el mismo barco, con los pies dentro del mismo plato que cobija a sus colegas, representantes más o menos indirectos de esos intereses a los que ella y ellos, con mayor o menor destreza y frecuencia, gustan de fustigar ante las cámaras. Para performance ya está el Oscar, me dije, y volví a la ceremonia cuando Glenn Close se disponía a hablar a los presentes. Pero no era Glenn Close... ¡era Julie Andrews!

Segundo homenaje de la noche: a un guionista de como mil años que fue presentado a caballo de las imágenes que ilustraban parte de su prolífica obra. Desde La novicia rebelde hasta Family Plot. Después el tipo habló. Empezó reivindicando el rol de los guionistas, su poco ponderada condición de autores, usualmente eclipsada por la figura del director. Sonaba bien. Muy bien. Pero enseguida amplió la reivindicación a los actores, productores y varios etcéteras, con lo que la propiedad (intelectual, artística) del film ya no quedaba reafirmada, o redefinida, sino diluida lastimosamente. Terminó agradeciendo a sus dos esposas una muerta, la otra viva e hizo mutis por el foro. En Buenos Aires alguien recordó que en Estados Unidos se viene una importante huelga de guionistas (por este y otros temas) y otra de actores. "Una nueva época de Hollywood, signada por propuestas menos jugadas y más películas de género", vaticinó. ¿Menos jugadas aun?

Al "momento de las actrices" lo palpité muy fuera de contexto. No había visto casi ninguna de esas películas; difícilmente podía juzgar las actuaciones a partir de esos fragmentos minúsculos. Sin embargo, lo de Ellen Burstyn me sacudió. Y lo de Julia Roberts (candidata por Erin Brockovich) me resultó insoportablemente formulístico, falso. La estatuita fue para Julia, que se adueñó largamente del escenario para agradecer. Así como Dylan fue la gran figura inesperada (sin la cual estas líneas difícilmente hubieran visto la luz), Julia se convirtió en el papelón que nunca hubiera imaginado. "I'm so happy", arrancó, virtualmente entre sollozos. "Voy a tardar, olvídense de los relojes", continuó. Uy (o en inglés: huh), la que se nos viene. Ya un rato después le empiezan a temblar las piernas: "... no lo puedo creer... ", y sigue. Menciona a sus competidoras con aparente reverencia, aunque se queja de haber sido mencionada siempre en último lugar en los comentarios periodísticos previos. Y sigue, haciendo gala de una modestia tan ampulosa que más parece soberbia. Y sigue. Tanto sigue huh que parece completamente decidida a imponerse como la gran protagonista de la noche. Lo que, al fin y al cabo, no carece de coherencia en una noche insípida. Y sigue: "ese reloj me pone muy nerviosa... ". Huh!

Corte, tanda. Aparece Pipo Mancera... pero no: ¡es Joan Manuel Serrat! Mariana Arias gana la pantalla para promocionar cierto jabón. Pero no, se trata de Dolores Barreiro. Cuánta confusión, mejor me voy a dormir antes que premien a Gladiator. Ya es demasiado tarde. Y eso que esta vez todo duró 40 minutos menos que la vez pasada.

Guillermo Ravaschino, madrugada del 26 de marzo de 2001     

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