Se
concretó la
tercera edición del Encuentro Cinematográfico Argentino-europeo "Pantalla
Pinamar", y volvimos a ser gentilmente invitados. La calidad que el pasado año alcanzó el evento no ha sido igualada en esta ocasión,
pero también hay que decir que, en su conjunto, el nivel de los films
exhibidos continúa siendo razonablemente digno, alto.
Y que el interés que
muchos de esos títulos suscitaron se potencia, una vez más, con la
atractiva perspectiva de su muy probable estreno comercial en algún momento
de 2007. Varias de las que siguen, pues, también pueden considerarse críticas anticipadas. Que las disfruten.
Argentina Beat
(Argentina, 2006. Dirigida por Hernán Gaffet). Entre los aciertos de este
formidable documental sobre los orígenes y la consolidación del rock
argentino está el de hacerse cargo de lo amplio, aun difuso,
indefinible, de su tema. Este es un film que, para hablar del rock nacional,
cumple con lo que su gacetilla promete: transitar un universo que incluye
–entre muchas otras constelaciones– menesundas, happenings, beatniks,
wincofones, pelos (y bastones) largos, hippies, mersas, porros, minifaldas,
el instituto Di Tella y el cine Lorraine. La riqueza de los testimonios que
ha obtenido su director, guionista y montajista entona con su
destreza para el manejo del material de archivo. Estamos hablando
de Hernán Gaffet, en su segundo largometraje documental (el primero fue
Oscar Alemán, vida con swing, sobre el guitarrista homónimo) y muy cerca
del estreno de su primer largometraje de ficción, que aún no hemos visto y
se llamará Ciudad en celo. Más que la sobria locución en off de Lalo
Mir, lo que vertebra el viaje son los testimonios de primera mano, esto es:
de los que estuvieron ahí. Prolijamente fotografiados en 35
milímetros desfilan desde Pajarito Zaguri hasta Lito Nebbia, pasando por
Moris, Emilio del Guercio, Javier Martínez, Rodolfo García y Ricardo Soulé.
Y como para demostrar que no sólo de músicos está hecho el rock, ahí están
el letrista Pipo Lernoud y el periodista Miguel Grinberg, quienes desde la
cultura y las letras, pero sobre todo desde la poesía, se aproximaron al
fenómeno hasta fusionarse con él. El archivo aporta curiosidades, rarezas
(¿qué otra cosa es Billy Bond?) y, por supuesto, mucha época. Los
testimonios son doblemente valiosos: por lo sinceros, por lo precisos. Y han
sido editados de tal modo que parecen ir iluminando colectivamente (y por
momentos construyendo, casi como si lo hicieran por primera vez) los
hitos señeros del rock local: el rol efectivamente fundacional, amén de
congregacional, que tuvo el boliche La Cueva; la insuperable potencia de las
influencias cruzadas, o recíprocas, que ejercieron Tango, Moris, Lito
Nebbia, Miguel Abuelo y casi todos los pioneros entre sí; el empuje que, muy
por encima de tantas otras (aun mayores) composiciones, imprimieron esos dos
himnos-tanques del primer rock que fueron "La balsa" y "Ayer nomás".
Escuchar a Moris hoy, entonando en vivo este último, apenas
acompañado por su guitarra y muy suelto de cuerpo (mechando acordes en la
entrevista como si hablase/cantase para un amigo), es una de varias perlas
que obsequia esta producción. Cuyos protagonistas hacen que uno recuerde
otros jóvenes viejos (mucho más viejos, en rigor): los ancianos del Buena
Vista Social Club. Y sí: algo tendrá de sano, o de restaurador, el rock
–como el son cubano– si sus cultores, tras tantos años, gozan de una salud
afectiva e intelectual que supera la de los "expertos",
generalmente más jóvenes, que los diseccionan en las páginas de los diarios
y en los programas de tevé. ¡Y son tanto menos pretenciosos! Argentina
Beat no es un documental “de tesis”, sino de los que despliegan la mayor
cantidad posible de piezas para armar un rompecabezas... dejando que esta
última tarea corra por cuenta del espectador. Lo más probable es que al cabo
de sus 130 minutos (que por un lado se pasan volando, pero también parecen
muchos más por la cantidad y variedad del material incluido) usted no
consiga armar el puzzle, pero se llevará la sensación –que es emoción– de
haber presenciado uno de esos raros films que hablan en vivo y en directo de
cosas que pasaron hace 30 y 40 años pero que, por su espesor y
consecuencias, continúan ocurriendo en el presente. Hasta podríamos
considerar que el rock es apenas una excusa, o más exactamente una ventana,
de la que Argentina Beat se vale para hablarnos lisa y llanamente de
nosotros, de nuestra cultura, de nuestra generación.
Tiempo de vivir
(Le Temps Qui Reste. Francia, 2005. Dirigida por François Ozon).
Cuando la rareza es la norma, lo normal es raro, y eso sucede con este nuevo
film de François Ozon. Pero lo raro, en Ozon, también solía ser retorcido,
indigerible, gratuitamente provocador. Y la “normalidad” de Tiempo de
vivir –su linealidad argumental, su ausencia de vueltas de tuerca– lejos
de comerse al film se convierte en el vehículo de sus emociones. Así
que enhorabuena.
Claro que, a priori, uno tenía derecho a suponer que el
director de La piscina se había pasado de rosca para el otro lado:
esta es la historia de Romain, un joven gay, fotográfo de modas, al que un
médico –a poco de comenzar el relato– le diagnostica cáncer fulminante. Le
augura tres, cuatro meses de vida, mientras nosotros auguramos un enésimo
bodrio terminal, cursi, plagado de golpes bajos, de esos en los que alguien
hace en unas pocas semanas todo lo que no ha hecho en décadas. Pero no. Lo
que sigue es un drama sobrio, íntimo, sutil, que fluye con admirable
naturalidad.
Esa fluidez tiene dos secretos. El primero es un acertado
manejo de los tiempos, y no sólo en términos de montaje sino de guión:
ninguna de las situaciones, ninguno de los encuentros y desencuentros que
atraviesa Romain (con su hermana, a la que no había podido dejar de odiar;
con su abuela cómplice; con su novio; con las drogas) pretende dar cuenta
por sí mismo de su psiquis; la suma de todos esos momentos, en cambio,
va construyendo –transmitiendo– su posición, sus estados, su evolución. En
otras palabras: el guión está hecho de un cúmulo de instantes vitales bien
seleccionados y mejor dosificados. El segundo secreto no es ningún secreto,
sino la composición que hace Melvil Poupaud del personaje principal. Se
diría que una vez más estamos ante un actor que “deja la vida en el
escenario”. Y es así nomás. Pero en este caso resulta doblemente bienvenido,
ya que Romain está condenado a hacer exactamente eso –dejar la vida– en su
decorado terrestre. Y no es poco emocionante seguir sus pasos para apreciar
algo que suena parádojico: cómo va creciendo... mientras va muriendo.
(Digresión: aunque parezca increíble, este es el mismo Melvil Poupaud que,
allá lejos aunque no hace tanto tiempo, encarnó al protagonista adolescente,
amanerado y desvaído de Cuento de verano de Eric Rohmer. Y su entrega
evoca la del olvidado Cyril Collard, director, guionista y protagonista de
Noches salvajes, otro portentoso drama terminal francés... en dicho
caso autobiográfico: cuenta la historia del propio Collard, quien murió de
sida poco después de terminar el montaje y antes que la película arrasara
con los premios Cesar.)
Entre los placeres tangenciales está la mencionada
abuela, interpretada por una sempiterna Jeanne Moreau que aún derrocha
personalidad y talento (¿Pero qué se ha hecho en la cara? ¡Parece la cruza
de Tita Merello con Darth Vader!).
El film concluye en la playa, sobre la arena, cerca del agua, entre esos
elementos de los que tanto nos habla este cineasta desde siempre, y que
parecen ser el puente entre los dos (acaso más que dos) cines de François
Ozon. Yo no sé si hay algún final que justifique por sí solo una película;
pero si lo hubiera, sería éste.
Alice
(Portugal, 2005.
Dirigida por Marco Martins). Mientras caminaba por una acera, la pequeña
hija de un habitante de Lisboa desapareció sin dejar rastros. Ese es el
pasado del film, que arranca cuando Alice ya no está y su padre, que se
acaba de enterar, emprende la búsqueda frenética. La premisa es fuerte e
inicialmente está bien llevada. Rico en climas y ayudado por una muy
expresiva dirección de fotografía¸ el primer largometraje de Marco Martins
(premiado oficialmente y por Fipresci en Mar del Plata) pinta a la capital
portuguesa como una metrópolis azulada, fría, en la que las personas caminan
o conducen como máquinas, sin destino visible, sin motivaciones aparentes.
Se diría que el film logra de este modo uno de sus objetivos insoslayables:
transferir al espectador el estado y la mirada de Mario (Nuno Lopes), ese
hombre que se ha quedado solo en todos los sentidos posibles: solo de su
hija, solo de los otros (que no han perdido a sus hijas), solo de las
rutinas y costumbres ciudadanas que, sin Alice, semejan rituales vacíos,
lejanos, ajenos. De lo que no está solo Mario es de su esposa, la mamá de
Alice, pero es como si lo estuviera porque a poco de andar ya no puede
conectarse con nadie, con nada que no sea la búsqueda. Y la búsqueda se
convierte en obsesión: este hombre monta un sistema propiamente kafkiano con
decenas de videocámaras apuntando a otras tantas zonas de la urbe, para
filmarlas día y noche con la esperanza loca de que en alguno de esos videos
reaparezca su niña. Si se tiene en cuenta que la sola tarea de visionar
todo ese material ya es virtualmente sobrehumana, se tendrá una dimensión
del abismo al que se arroja nuestro protagonista. Lástima que el film
también se arroja a un abismo. Tras una primera etapa en la que la vorágine
nos atrapa (y un poco por Lisboa, otro poco por el cuento, uno evoca las
búsquedas obsesivas más o menos atrapantes que Jose Saramago expuso en "El
hombre duplicado" y "Todos los nombres"), el relato entra en un limbo en el
que ya nada cambia, en el que todo se repite. La obsesión de Mario adquirirá
ribetes más que absurdos; se tornará arbitraria. Y la angustia del
espectador dejará de ser el eco de la del protagonista para convertirse en
otra más prosaica: la que surge toda vez que un guión no resuelve ni
concluye su entramado. La secuencia en la que Mario interpela transeúntes al
azar para preguntarles por su hija es involuntariamente surrealista: parece
Marco Martins parando gente por la calle... ¡para que le digan cómo
continuar su historia! Los 102 minutos de Alice llegarán a hacerse
verdaderamente exasperantes...
Secretos íntimos
(Little
Children. Estados Unidos, 2006. Dirigida por Todd Field). Una agradable
sorpresa ha sido el segundo largometraje de Todd Field, cuya presencia no
estaba siquiera prevista en este festival (se decidió proyectarlo en
reemplazo de cierta producción italiana que se cayó a última hora).
Pero la verdadera sorpresa no fue aquella, sino el hecho de que el director
de un bodrio chato y maniqueo en torno de una mujer victimizada y su marido
golpeador (En el dormitorio, que se estrenó comercialmente en la
Argentina hace unos años) fuera capaz de entregar una historia sólida,
potente, bien estructurada, atrapante durante la mayor parte de su
desarrollo. Secretos íntimos es un film coral, a la manera de los de
Robert Altman, pero al mismo tiempo un cuento íntimo con ribetes sórdidos,
como los que tantas obras indies nos contaron con diversa suerte, y
también un drama soberbiamente actuado y con crecientes ecos trágicos, como
lo fuera Magnolia de Paul Thomas Anderson... pero más conciso y menos
recargado que aquel. Está ambientado en uno de esos típicos barrios
suburbanos yanquis que parecen encarnar la versión anglosajona del lema
“pueblo chico, infierno grande”: casas bajas, calles limpias, gentes con
vidas aparentemente rutinarias, ordenadas y armónicas. Field parte de esa
base y ahonda, sin prisa ni pausa, hasta alcanzar el núcleo conflictivo,
desquiciado, de esas vidas que en primera instancia –a la distancia–
parecían otra cosa. El coro se compone por un lado de un par de
matrimonios jóvenes desavenidos, cada uno con sus respectivos hijos. Los
problemas de una de esas parejas saltan a la vista ya antes que ella (Kate
Winslet, otra vez fantásticamente metida en un rol) sorprenda a su
marido masturbándose con una diva internetiana que lo obsesiona desde
el monitor de su PC. Los del otro matrimonio son menos palpables: ella es
tan “perfecta” como puede serlo a primera vista la hermosa Jennifer
Connelly, y parece que la pasa bien; él es un tipo apuesto, afable (el
ascendente Patrick Wilson, que tiene algo de Paul Newman y de Kevin
Costner), pero por alguna misteriosa razón nunca termina de recibirse de
abogado, y parece pasarla mal. Será por eso que primero empieza a conversar,
y luego a intimar, con esa madre joven (la mentada Winslet) con la que se
encuentra casi todas las tardes en la pileta pública de la localidad. Y ya
que estamos en la pileta, digamos que también la frecuenta un cuarentón
petiso y de rasgos ominosos (Jackie Earle Haley), quien enfrenta un proceso
judicial por seducción de menores. Este sujeto, estigmatizado por todos los
adultos de la comunidad, es patético por donde se lo mire y, en más de un
sentido, repugnante. Pero aquí también el guión ahonda: nos introduce en la
morada de este hombre para que podamos observar de cerca el vínculo que
sostiene con su madre (no hay padre a la vista), esa anciana que lo sigue
tratando como si fuera un niño. La mirada es tan sensible que, sin llegar a
ser piadosa, lo parece: logrará que terminemos comprendiendo, aun queriendo,
a ese pobre sátiro. Y ese pobre sátiro, más temprano que tarde, acabará
expresando, y condensando, a todas las demás criaturas que pueblan el
relato.
El custodio
(Argentina, 2005. Dirigida por Rodrigo Moreno). El segundo largometraje de
Rodrigo Moreno ya tuvo estreno comercial y fue debidamente comentado en
estas páginas, pero yo no lo había visto. Al custodio del título le pone el
cuerpo Julio Chávez, en otro de esos personajes taciturnos, circunspectos,
de pocas palabras y menos pulgas, que suele privilegiar desde que Adrián
Caetano lo convocara para Un oso rojo en 2002. Aquí encarna al
guardaespaldas de un ministro de un indeterminado gobierno constitucional en
un país que, aunque es el nuestro, podría no serlo. Lo que no está
indeterminado, sino establecido con suma precisión, es lo que más le
interesó al cineasta: la condición de segundo del personaje
principal. Las tomas suelen mostrarlo mayormente centrado en la pantalla
como sucede con cualquier protagonista convencional... pero atrás; es el
ministro –aunque aparezca desenfocado y con media cara fuera del encuadre–
el que está al frente. El personaje principal desempeña, pues, el rol de un
personaje de soporte. De soporte del ministro, claro está, y por este lado
nuestro protagonista no podría estar más alienado, ya que no sólo trabaja en
función del otro (para que el otro viva) sino en función del trabajo
del otro (porque el ministro sólo debe vivir... para seguir trabajando de
ministro). Con el correr del metraje y ante la ausencia de cualquier
situación violenta que amenace la vida del custodiado, el trabajo del
custodio se nos revela improductivo, absurdo, y algo parecido ocurre con su
persona. Es como si todo lo que habitualmente distingue a un guardaespaldas
–el rol, el traje, la supremacía física que le suponemos– fuera cediendo,
cayendo, hasta dejarlo al desnudo: entonces vemos a un hombre que mira pero
no ve (todas las puertas se cierran en sus narices), que espera algo, o que
está preparado para algo, que no acontece. Tal va siendo la tragedia de este
individuo, que en su vida íntima –a la cual el film también nos asoma– está
prácticamente solo, no ya de compañía humana sino de pasión, de ocupación,
de actividad (es cierto que exhibe cierta vocación por las artes plásticas,
pero es muy tímida y, encima, objeto de la condescendencia burlona
del entorno ministerial). En fin: una premisa rica; un planteo visual
sólido. Cuyo trámite, desde ya moroso, ha de impacientar a quienes no
reclaman, y mucho menos disfrutan, la correlación entre los tiempos de un
personaje y los del relato que lo delinea. ¿Y el final? Intentaré abordarlo
sin entrar en detalles. Inicialmente no me convenció que este hombre –es
decir: que un hombre como este– quiebre su rutina laboral y existencial de
un modo semejante. Ahora me digo: ¿y por qué no? Más allá de lo estentóreo y
lo salvaje... ¿acaso no es un modo de justificar su oficio, recuperando
–aunque más no sea locamente– su razón de ser?
Días de campo
(Chile-Francia, 2004. Dirigida por Raúl Ruiz). Film de difícil estreno como
casi todos los de Raúl Ruiz (El tiempo recobrado, Genealogía de un
crimen), éste vuelve a internarse en el tenebroso territorio donde la
realidad y la imaginación, como así el presente y el pasado, se confunden.
Por supuesto que también procura arrastrar en ese viaje al público, pero –y
aquí también, como tantas otras veces– este cineasta chileno radicado en
Francia nos deja pocas chances. Todo empieza en el vetusto y pintoresco bar
de un pueblito de provincia, donde dos ancianos rememoran tiempos idos. A
poco de avanzar la charla notamos que hablan como si estuvieran muertos. No
son, empero, dos fantasmas sino dos personajes del cine de Raúl Ruiz: no
forman parte de un enigma que vaya a aclararse, sino de un esquema que uno
apenas puede aceptar o rechazar de plano; no irán a asustar a nadie sino, en
el peor de los casos, a aburrir a todos. Hay otros elementos argumentales,
siempre con la misma orientación. Uno de estos viejos empezó a escribir una
novela muchos años antes, pero no la terminó, y varios de sus personajes
parecen cobrar vida en el oscuro casco de estancia donde transcurre casi
toda la acción: la antigua mucama, el doctor del pueblo, un vecino
supuestamente fallecido (sí, él también) y hasta el propio novelista,
aparentemente desdoblado y más joven, nutren la peripecia. Que incluye
interminables pláticas, techos que gotean sin que llueva, lechos de muerte.
Y que es tan, pero tan lenta, que logra que 89 minutos parezcan tres horas.
Hay quienes dicen que para asimilar “realmente” el film hay que verlo dos o
tres veces... lo que no dicen es cómo reunir fuerzas para semejante hazaña.
Paris Je T’Aime
(Francia-Liechtenstein-Suiza-Alemania, 2006. Dirigida por Olivier Assayas,
Frederic Auburtin, Emmanuel Benbihy, Gurinder Chadha, Sylvain Chomet, Ethan
Coen, Joel Coen, Isabel Coixet, Wes Craven, Alfonso Cuarón, Gérard
Depardieu, Christopher Doyle, Richard LaGravenese, Vincenzo Natali,
Alexander Payne, Bruno Podalydes, Walter Salles, Oliver Schmitz, Nobuhiro
Suwa, Daniela Thomas, Tom Tykwer, Gus Van Sant). A partir de una idea de
Tristan Carné, se convocó a una veintena de prestigiosos realizadores con la
siguiente consigna: realizar un cortometraje de entre 5 y 7 minutos
ambientado en algún barrio famoso de París. Acaso por las historias de amor
con las que tan a menudo se identifica a dicha urbe, aunque no hubo otras
pautas todos privilegiaron argumentos de ese tono, y al cabo de cuatro años
salió del horno Paris Je T'Aime. Un largometraje de dos horas, muy
desparejo como casi todos los de factura colectiva, compuesto por 18 cortos
autónomos interpretados por un numeroso, rutilante, multinacional elenco.
Casi nadie –entre los críticos– rescató al primero de esos cortos, que fue
escrito, dirigido y protagonizado por Bruno Podalydes. Montmartre,
que así se llama (todos llevan el nombre del barrio en que se filmaron),
presenta a un hombre de mediana edad que, dentro de su auto, se interroga
por su soledad. Cuando a un par de metros cae desmayada una mujer que venía
caminando, y él se dispone a ayudarla, nosotros ya nos preguntamos si ella
será la respuesta al interrogante del principio. La solidez de la
ocurrencia, el clasicismo de la puesta de cámara y la sutileza de la empatía
que intercambian los personajes hacen de Monmartre un corto bien
francés en el mejor de los sentidos (que debe ser aquel que rememora al
cine de la Nouvelle Vague). Por eso, aunque no sólo por eso, se convirtió en
mi favorito. Rescato otros dos: Quais De Seine, de Gurinder Chadha,
sobre el imprevisto, afectivo –y por añadidura cultural– encuentro de
un par de adolescentes (un francesito de lo más occidental y una
chica musulmana), narrado con ternura y al compás de la frescura que
derraman sus ignotos intérpretes, y Loin Du 16ème, de Walter Salles,
que hace foco sobre la tensión –y paradoja– de una madre, inmigrante latina
ella, que debe dejar a su propia beba en la guardería para ganarse la vida
cuidando a los niños de los ricos. También rescato la fascinante sensualidad
(más que intacta, aumentada) de la veterana Fanny Ardant en Pigalle,
de Richard LaGravenese; la emoción de ver a Gena Rowlands junto a Ben
Gazzara por primera vez (a casi 40 años de las películas que protagonizaron
por separado para John Cassavetes)... y comprobar que siguen gozando de
excelente salud actoral (en Quartier Latin, curiosamente dirigido por
Gérard Depardieu). Hablando de curiosidades, recuerdo otras: la audacia del
canadiense Vincenzo Natali, que entregó un corto de vampiros
protagonizado por Elijah Wood, y la contención de Wes Craven, quien
por primera vez en muchos años esquivó la sangre para contar el cuento de un
matrimonio de turistas británicos en conflicto (ambientado en un cementerio,
eso sí).
La velocidad
funda el olvido
(Argentina-España, 2006. Dirigida por Marcelo Schapces). Esta coproducción
argentino-española procura contar la historia de Olmo (Nicolás Mateo), un
adolescente que habita un mundo aparte, propio, en cierta forma compartido
por su hiperobsesivo padre (Luis Luque) y por su madre ausente, una mujer
espectral –por no decir esperpéntica– interpretada por la actriz gallega
Uxía Blanco. Dije “procura” porque la propuesta argumental, como toda otra
aspiración de La velocidad funda el olvido, pasa a segundo plano en
un producto que de principio a fin, en todos y cada uno de sus aspectos,
transita los vicios que suelen desbordar a los cineastas primerizos
pretenciosos, grises. Diálogos ampulosos que persiguen horizontes
inabarcables pero no consiguen respirar; multitud de ideas “raras”
pero nunca originales; un guión deshilvanado que nos lleva de Argentina a
España sin otro motivo aparente que el de justificar las nacionalidades
involucradas en el financiamiento (lo mismo sucede con el elenco);
sobreactuaciones de una arbitrariedad increíble... y sigue la lista, pero se
las voy a ahorrar. Es una verdadera lástima porque su director, Marcelo
Schapces, no es ningún primerizo –tampoco un gris– sino quien dirigió un
dignísimo largometraje documental en torno del Che Guevara (Che, un
hombre de este mundo, oportunamente criticado en nuestras páginas). Y de
esto ya pasaron diez años...
La traición
(La
Trahison. Francia-Bélgica, 2005. Dirigida por Philippe Faucon). Argelia,
fines de la década del ’50. Los combatientes del Frente de Liberación
Nacional enfrentan al ejército de ocupación francés. La acción transcurre en
torno de un cuartel donde los soldados galos se codean con cuatro argelinos
–musulmanes ellos– que se han integrado a esa fuerza. No es envidiable el
destino de estos argelinos: los habitantes del poblado vecino, quienes
simpatizan con la guerrilla, los miran con desprecio; sus colegas de
uniforme los discriminan; más de un oficial francés los sospecha desleales,
o saboteadores. Y uno supone que Philippe Faucon –un marroquí que nació muy
cerca de la frontera con Argelia en la misma época en que transcurre la
acción– quiso convertir a estos conflictos, y al no-lugar que
enmarcan (jóvenes sin patria, sin causa, sin reconocimiento) en el foco
temático de su relato. Pero este es un film que tarda mucho en decir poco.
Durante la primera media hora, por ejemplo, se escucha todo el tiempo la
palabra “fellaga”, pero no está claro si denomina a los combatientes del FLN
(así ocurre en realidad)... o a los enemigos del FLN. Y a La
traición le cuesta construir alguna clase de empatía –ya no digamos
identificación– con esos cuatro musulmanes que por ello, rigurosamente
hablando, no terminan de convertirse en protagonistas. Como a nivel de
producción es decente (los escenarios son creíbles, los extras también, se
habla bastante en árabe), el film evoca guerras muy reales y candentes de
nuestros días: la simpatía de la población con la guerrilla es la del pueblo
libanés con Hezbollah; el odio al ocupante y el triste destino de sus
colaboradores remiten a Irak. Pero el flojo hilván de La traición, su
aparente repugnancia por cualquier cosa que se asemeje a una “toma de
partido” (esto no es cine político sino tímido cine político) hace
que todo, al fin de cuentas, no pase de la reconstrucción fría,
esencialmente fáctica, de un episodio de guerra.
Guillermo Ravaschino
Los
premios votados por el público y la crítica:
*
Balance de Oro: Crónica de
una fuga (Argentina, 2006. Dirigida por Adrián Caetano)
*
Balance de Plata: Derecho de familia (Argentina, 2005. Dirigida por Daniel Burman)
*
Balance de Bronce: El camino de San Diego (Argentina, 2006. Dirigida por Carlos Sorín)
El premio Signis:
*
El custodio
(Argentina-Alemania, 2005. Dirigida por Rodrigo Moreno)
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