¿Esto era todo? Que
la polémica, que la blasfemia, que el cristianismo reformulado, que el Opus
Dei desenmascarado, que las grandes revelaciones, que Tom Hanks con las
mechas al viento. El código Da Vinci llegó con su enorme parafernalia
de marketing pero es poco lo que dejó. Por otra parte, si bien la película
del descendente Ron Howard no logra nunca hacer pie como
entretenimiento por su extrema solemnidad para esgrimir sus teorías y su
nula gracia como thriller, a la luz de tanta furia crítica desparramada hay
que decir en su favor que se han visto cosas peores. Y ese es el máximo
elogio posible para un film que merece el olvido inmediato.
Entre los últimos
fenómenos publicitarios de Hollywood, el de esta adaptación del libro de
Dan Brown es de los más chapuceros. Es que Howard, al estructurar su relato
únicamente en derredor del enigma (con el evidente objetivo de alimentar el
costado polémico de la obra original –de allí la fuente de su propio
éxito–), se olvida de construir personajes, de narrar fluidamente, de hacer
una película. Sólo parece haber fe en lo que el material literario tiene
para decir, con lo cual se le confiere al libro un carácter de deidad, al
tiempo que se busca
satisfacer complacientemente la voluntad de los seguidores del escritor. Y
si se tiene en cuenta que lo que dice Brown es que los orígenes del
cristianismo fueron “rediseñados” para sostener cierta clase de creencias,
lo que hace el film es derrocar una religión para coronar otra: la de los
legionarios fanáticos del autor. Feo designio para una película, el de
someter el mundo de las imágenes al servicio de una idea tan utilitaria. Y
es que realmente da pena ver cómo Howard renuncia a las posibilidades que
brinda el cine.
Lo que pone en
marcha el misterio es el asesinato de un curador del museo del Louvre. Pues
su cadáver se ha convertido en un acertijo que sólo podrá ser resuelto por
su conocido y especialista en simbología, Robert Langdon (Tom Hanks), quien
será ayudado en la pesquisa por Sophie Neveu (Audrey Tautou), nieta del
muerto y policía versada en criptología. Pero tanto Langdon como Neveu serán
prontamente incriminados en el crimen, por lo que deberán huir a la vez que
irán recolectando pistas que los acerquen al misterio original que parece
esconderse detrás de todo esto: una hermandad conocida como el Priorato de
Sión, encargada de proteger secretos que podrían dar por tierra con el
mismísimo germen de la Iglesia Católica.
Tal vez el punto
más provocador que presenta (a priori) la historia sea el de mostrar al Opus
Dei, esa institución católica con aceitados lazos políticos a nivel mundial,
como una organización mafiosa que se encarga de enmendar los errores
y las posibles fugas del sistema de manera violenta. Por allí andan el
arzobispo Aringaroza (Alfred Molina) y sus brazos ejecutores, el temible
monje albino Silas (Paul Bettany) y el policía Fache (Jean Renno), siervos
capaces de asesinar en nombre del Señor. Estos dos últimos son los
personajes más interesantes del film (aun cuando el film no les permite
desarrollarse plenamente), a partir de sus dudas, su tristeza y sus aspectos
de pobres tipos sometidos a un poder incomprensible.
Lo que acaso ha
llamado más la atención en “El código Da Vinci” como obra literaria es su
manipuladora originalidad para generar, a partir de leyendas como la de los
Templarios, ciertas teorías religiosas y dotarlas de mínimas dosis de
verosimilitud. Esto, sumado a una utilización algo torpe de los mecanismos
del género detectivesco, la convirtió en un entretenimiento provocador,
masivo y menor. Pero Howard no lo entendió así. Este siempre ha sido, más
que un director, un artesano. Un hombre de la industria sin una visión
personal que se dedica a hacer películas por encargo (algunas con gracia,
como El diario; otras con cierta tensión, como El rescate),
pero en este caso ni siquiera pudo entregar un producto minimamente
aceptable. Su película no atrapa porque sus protagonistas son meros
esqueletos sin vida a los que Hanks (irreconocible, no genera una sola
emoción) y Tautou prestan sus voces como si se tratara de un cartoon.
La solemnidad con la que se aborda el tema, esa seriedad de Catedral, hace
recordar que con materiales no muy diferentes, Steven Spielberg entregó
aventuras inoxidables y disfrutables en la saga de Indiana Jones.
Pero Howard no sólo
aburre, sino que además sentencia aquí la defunción de las imágenes, al
sostener su relato sólo a partir de diálogos, extensos, didácticos, de los
que el film rebosa de pe a pa. Si en Matrix había un
Arquitecto que aparecía para justificar vía oral todos los agujeros de la
trama, deteniendo el proceso narrativo con un monólogo de muchos
(demasiados) minutos, aquí son varios teólogos y criptólogos los que se
enfrascan en discusiones dialécticas acerca del origen del cristianismo
(esos pasajes sólo se salvan cuando Ian McKellen, como el millonario
coleccionista de mitos Leigh Tiebing, ocupa la pantalla). Y como para
comprobar más fehacientemente la impericia del cineasta, asistimos a una
espantosa utilización de los flashbacks, que sirven a toda hora y momento
para “sintetizar” a los personajes (¡si hasta se los usa para explicar cómo
se fugaron los personajes en la escena anterior!).
Si El código Da
Vinci no es la nulidad total, se debe al ingenio de Brown para sostener
el relato a fuerza de ciertos giros, contramarchas y revelaciones (muchas de
ellas absurdas y ridículas) que Howard supo rodar prolijamente, por más que
en esas trampas se fugue la lógica del relato. Esa módica virtud, que no
debería confundirse con ritmo, mantiene al espectador medianamente alerta,
aunque a la décima vuelta de tuerca la sombra del fastidio empiece a planear
peligrosamente.
Lo que más molesta,
empero, es lo lavado que resulta a la postre todo este asunto que
amagaba en un comienzo con convertirse en un “blockbuster ateo”. Cuando,
promediando el relato y en boca del personaje de Hanks, se nos dice que si
se destapa la verdad podría llegar a generarse una crisis de fe
catastrófica, nada hace pensar que al final se concluirá con un triste
renunciamiento, a partir de un conformismo banal, necio y creyente.
Ni qué decir del fuera de campo que se le concede al Opus Dei en la última
parte y de la resolución que se dispensa a los personajes del monje y el
arzobispo. Si las columnas de la religión estaban preocupadas, deberían
llamarse a sosiego de una vez: El código Da Vinci es un film
profundamente católico y conservador, más allá del coqueteo con la defensa
de las minorías. Es de los que adscriben al lema de “creer o reventar”.
Hay un capítulo de
“Los Simpson” en el que Lisa descubre la pavorosa verdad detrás del mito de
Jedediah Springfield, el fundador de su ciudad natal. Pero la intelectual de
la familia amarilla nota que la verdad a veces hace más daño que la mentira,
por lo que se guarda el secreto para no confrontar con la felicidad de los
demás, en una sociedad que prefiere seguir viviendo en la ignorancia
absoluta. En el mejor de los casos, más o menos de ese calibre sería el
“temible” secreto protegido bajo siete llaves en El código Da Vinci.
Pero no necesita ir al cine y perder 149 minutos de su vida; si usted revisa
el mencionado capítulo de la seria animada, en sólo media hora encontrará el
humor, la ironía, la gracia y la inteligencia que a esta película grandota e
involuntariamente risible le faltan. Claro que también las diferencia el
hecho de que, mientras una muestra con resignación esa suerte de ignorancia
voluntaria, la otra la celebra. Y no hace falta aclarar cuál es cuál.
La pregunta que
quedó tapada por el ruido insípido de las polémicas vacuas y la promoción
desmedida es por qué en los últimos dos años las únicas películas que
generaron escándalo, controversia y debate fueron El código Da Vinci
y La pasión de Cristo, íntimamente emparentadas por su vulgaridad
religiosa. En la respuesta a ese interrogante debe yacer una verdad oscura
sobre nuestro presente. Pero mejor sigamos pensando en la Mona Lisa, María
Magdalena y en las probabilidades comerciales del combo número cinco que
incluye un muñequito de Tom Hanks con los pelos al viento.
Mauricio Faliero
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