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EL CODIGO DA VINCI
(The Da Vinci Code)

Estados Unidos, 2006


Dirigida por Ron Howard, con Tom Hanks, Audrey Tautou, Ian McKellen, Alfred Molina, Jean Reno.



¿Esto era todo? Que la polémica, que la blasfemia, que el cristianismo reformulado, que el Opus Dei desenmascarado, que las grandes revelaciones, que Tom Hanks con las mechas al viento. El código Da Vinci llegó con su enorme parafernalia de marketing pero es poco lo que dejó. Por otra parte, si bien la película del descendente Ron Howard no logra nunca hacer pie como entretenimiento por su extrema solemnidad para esgrimir sus teorías y su nula gracia como thriller, a la luz de tanta furia crítica desparramada hay que decir en su favor que se han visto cosas peores. Y ese es el máximo elogio posible para un film que merece el olvido inmediato.

Entre los últimos fenómenos publicitarios de Hollywood, el de esta adaptación del libro de Dan Brown es de los más chapuceros. Es que Howard, al estructurar su relato únicamente en derredor del enigma (con el evidente objetivo de alimentar el costado polémico de la obra original –de allí la fuente de su propio éxito–), se olvida de construir personajes, de narrar fluidamente, de hacer una película. Sólo parece haber fe en lo que el material literario tiene para decir, con lo cual se le confiere al libro un carácter de deidad, al tiempo que se busca satisfacer complacientemente la voluntad de los seguidores del escritor. Y si se tiene en cuenta que lo que dice Brown es que los orígenes del cristianismo fueron “rediseñados” para sostener cierta clase de creencias, lo que hace el film es derrocar una religión para coronar otra: la de los legionarios fanáticos del autor. Feo designio para una película, el de someter el mundo de las imágenes al servicio de una idea tan utilitaria. Y es que realmente da pena ver cómo Howard renuncia a las posibilidades que brinda el cine.

Lo que pone en marcha el misterio es el asesinato de un curador del museo del Louvre. Pues su cadáver se ha convertido en un acertijo que sólo podrá ser resuelto por su conocido y especialista en simbología, Robert Langdon (Tom Hanks), quien será ayudado en la pesquisa por Sophie Neveu (Audrey Tautou), nieta del muerto y policía versada en criptología. Pero tanto Langdon como Neveu serán prontamente incriminados en el crimen, por lo que deberán huir a la vez que irán recolectando pistas que los acerquen al misterio original que parece esconderse detrás de todo esto: una hermandad conocida como el Priorato de Sión, encargada de proteger secretos que podrían dar por tierra con el mismísimo germen de la Iglesia Católica.

Tal vez el punto más provocador que presenta (a priori) la historia sea el de mostrar al Opus Dei, esa institución católica con aceitados lazos políticos a nivel mundial, como una organización mafiosa que se encarga de enmendar los errores y las posibles fugas del sistema de manera violenta. Por allí andan el arzobispo Aringaroza (Alfred Molina) y sus brazos ejecutores, el temible monje albino Silas (Paul Bettany) y el policía Fache (Jean Renno), siervos capaces de asesinar en nombre del Señor. Estos dos últimos son los personajes más interesantes del film (aun cuando el film no les permite desarrollarse plenamente), a partir de sus dudas, su tristeza y sus aspectos de pobres tipos sometidos a un poder incomprensible.

Lo que acaso ha llamado más la atención en “El código Da Vinci” como obra literaria es su manipuladora originalidad para generar, a partir de leyendas como la de los Templarios, ciertas teorías religiosas y dotarlas de mínimas dosis de verosimilitud. Esto, sumado a una utilización algo torpe de los mecanismos del género detectivesco, la convirtió en un entretenimiento provocador, masivo y menor. Pero Howard no lo entendió así. Este siempre ha sido, más que un director, un artesano. Un hombre de la industria sin una visión personal que se dedica a hacer películas por encargo (algunas con gracia, como El diario; otras con cierta tensión, como El rescate), pero en este caso ni siquiera pudo entregar un producto minimamente aceptable. Su película no atrapa porque sus protagonistas son meros esqueletos sin vida a los que Hanks (irreconocible, no genera una sola emoción) y Tautou prestan sus voces como si se tratara de un cartoon. La solemnidad con la que se aborda el tema, esa seriedad de Catedral, hace recordar que con materiales no muy diferentes, Steven Spielberg entregó aventuras inoxidables y disfrutables en la saga de Indiana Jones.

Pero Howard no sólo aburre, sino que además sentencia aquí la defunción de las imágenes, al sostener su relato sólo a partir de diálogos, extensos, didácticos, de los que el film rebosa de pe a pa. Si en Matrix había un Arquitecto que aparecía para justificar vía oral todos los agujeros de la trama, deteniendo el proceso narrativo con un monólogo de muchos (demasiados) minutos, aquí son varios teólogos y criptólogos los que se enfrascan en discusiones dialécticas acerca del origen del cristianismo (esos pasajes sólo se salvan cuando Ian McKellen, como el millonario coleccionista de mitos Leigh Tiebing, ocupa la pantalla). Y como para comprobar más fehacientemente la impericia del cineasta, asistimos a una espantosa utilización de los flashbacks, que sirven a toda hora y momento para “sintetizar” a los personajes (¡si hasta se los usa para explicar cómo se fugaron los personajes en la escena anterior!).

Si El código Da Vinci no es la nulidad total, se debe al ingenio de Brown para sostener el relato a fuerza de ciertos giros, contramarchas y revelaciones (muchas de ellas absurdas y ridículas) que Howard supo rodar prolijamente, por más que en esas trampas se fugue la lógica del relato. Esa módica virtud, que no debería confundirse con ritmo, mantiene al espectador medianamente alerta, aunque a la décima vuelta de tuerca la sombra del fastidio empiece a planear peligrosamente.

Lo que más molesta, empero, es lo lavado que resulta a la postre todo este asunto que amagaba en un comienzo con convertirse en un “blockbuster ateo”. Cuando, promediando el relato y en boca del personaje de Hanks, se nos dice que si se destapa la verdad podría llegar a generarse una crisis de fe catastrófica, nada hace pensar que al final se concluirá con un triste renunciamiento, a partir de un conformismo banal, necio y creyente. Ni qué decir del fuera de campo que se le concede al Opus Dei en la última parte y de la resolución que se dispensa a los personajes del monje y el arzobispo. Si las columnas de la religión estaban preocupadas, deberían llamarse a sosiego de una vez: El código Da Vinci es un film profundamente católico y conservador, más allá del coqueteo con la defensa de las minorías. Es de los que adscriben al lema de “creer o reventar”.

Hay un capítulo de “Los Simpson” en el que Lisa descubre la pavorosa verdad detrás del mito de Jedediah Springfield, el fundador de su ciudad natal. Pero la intelectual de la familia amarilla nota que la verdad a veces hace más daño que la mentira, por lo que se guarda el secreto para no confrontar con la felicidad de los demás, en una sociedad que prefiere seguir viviendo en la ignorancia absoluta. En el mejor de los casos, más o menos de ese calibre sería el “temible” secreto protegido bajo siete llaves en El código Da Vinci. Pero no necesita ir al cine y perder 149 minutos de su vida; si usted revisa el mencionado capítulo de la seria animada, en sólo media hora encontrará el humor, la ironía, la gracia y la inteligencia que a esta película grandota e involuntariamente risible le faltan. Claro que también las diferencia el hecho de que, mientras una muestra con resignación esa suerte de ignorancia voluntaria, la otra la celebra. Y no hace falta aclarar cuál es cuál.

La pregunta que quedó tapada por el ruido insípido de las polémicas vacuas y la promoción desmedida es por qué en los últimos dos años las únicas películas que generaron escándalo, controversia y debate fueron El código Da Vinci y La pasión de Cristo, íntimamente emparentadas por su vulgaridad religiosa. En la respuesta a ese interrogante debe yacer una verdad oscura sobre nuestro presente. Pero mejor sigamos pensando en la Mona Lisa, María Magdalena y en las probabilidades comerciales del combo número cinco que incluye un muñequito de Tom Hanks con los pelos al viento.

Mauricio Faliero      

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