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SIN LUGAR PARA LOS DEBILES
(No Country For Old Men)

Estados Unidos, 2007


Dirigida por Ethan y Joel Coen, con Javier Bardem, Tommy Lee Jones, Josh Brolin, Woody Harrelson, Kelly Macdonald, Stephen Root, Tess Harper.



Si no fuera una película de los hermanos Coen que arrasó con las estatuillas, muchos de los charlatanes profesionales que la consagraron con sobrados adjetivos y escasos fundamentos seguramente le habrían obsequiado, en cambio, dos lugares comunes que son santos de su devoción: “inofensiva”, “correcta”. En efecto: Sin lugar para los débiles no moviliza grandes emociones (a no ser que se confunda con ellas la conmoción que genera la truculencia de ciertos crímenes, que será directamente proporcional a la pacatería del espectador que los contemple), pero tampoco desafina en los rubros técnicos (para esto también se ha instituido un lugar común: está “muy bien filmada”), ni incurre en proposiciones que puedan irritar por el lado político o ideológico. ¡Pero vamos! Todos sabemos que el Oscar dejó de ser la medida de algo que se precie (si es que lo fue alguna vez), y el que sea un film de una dupla tan añeja y talentosa como la que forman Ethan y Joel no debería promover aplausos fáciles sino lo contrario: una expectativa y una exigencia algo mayores.

Este es el primer film de los Coen que no está apoyado en un guión original sino en la adaptación, por parte de ellos, de un famoso best seller literario (“No Country for Old Men”, de Cormac McCarthy). Y tal vez se deba a ello, o más precisamente al deficiente pasaje de un formato al otro, el hecho de que esta sea una película que se queda a mitad de camino en tan numerosos como variados aspectos.

Sin lugar para los débiles está ambientada en 1980, y se concentra en las peripecias de tres personajes. Uno de ellos es Llewelyn Moss (Josh Brolin), un modesto soldador que, durante una salida de caza con su escopeta por la planicie texana, se topa por azar con las consecuencias de una horrenda balacera que ha dejado por el suelo, muertos o agonizando, a los miembros de dos bandas rivales de narcos mexicanos, y encuentra un maletín con dos millones de dólares con el que huye a cuestas. Otro es Anton Chigurh (el español Javier Bardem), un asesino llamativamente frío y psicopático que, sembrando su camino de cadáveres, perseguirá a Llewelyn con el objetivo de arrebatarle el maletín y, aparentemente, también la vida. El tercero es un sheriff tan arrugado, cansado y cansino –léase con “fatiga moral”– como puede componerlo Tommy Lee Jones. El objetivo del sheriff está mucho menos claro, y esto me lleva a los problemas de adaptación anticipados más arriba.

Para empezar, uno supone, y con legítimo derecho pretende, que en una historia como ésta el sheriff pugne por seguir los pasos de los otros dos con el obvio propósito de recuperar el dinero, interrumpir los asesinatos y apresar al killer. Algo de todo eso parece querer hacer el personaje de Tommy Lee. Pero sus acciones son mucho menos evidentes que sus declaraciones (muchas de las cuales suenan como voz en off), y a estas últimas las preside el tono melancólico y nostalgioso de quien evoca tiempos mejores que se han ido para no volver. Si realmente hubo menos violencia y “locura asesina” en los años que añora el bueno del sheriff (o si son puras chocheras reaccionarias, como sospecho) es un tema que excede el territorio de la historia que se nos cuenta, y por eso muchas de las líneas que pronuncia Jones están de más. Pero no sólo por eso sino, y acaso esencialmente, porque esas líneas intentan trazar el “marco moral” de un relato gélido, que se resiste a ello, y lo intentan de un modo pesada, lastrosamente literario. Este triste sheriff, que no comparte escenas con los otros personajes protagónicos, ha sido condenado por la adaptación a vagar por el film como una criatura dramáticamente descolgada, penosamente refugiada en el tono artificioso, pretensioso de sus diálogos.

A falta de un “bueno” con todas las de la ley, Sin lugar para los débiles presenta a un “malo” que es virtualmente la personificación del Mal. El personaje de Bardem va invariablemente acompañado de una enorme escopeta con silenciador y, en la otra mano, un tanque de aire comprimido (símil tubo de oxígeno hospitalario) conectado a una pistola neumática que dispara un cilindro de metal como los que solían usarse para matar vacas. Dije que el film cuenta peripecias, pero no historias: nada sabemos, ni sabremos, de la historia de Chigurh. Lo más parecido a eso surge fugazmente a la hora y quince minutos de iniciada la proyección, cuando un personaje secundario animado por Woody Harrelson lo define en estos términos: “un tipo peculiar, que tiene principios que van más allá de la droga y el dinero, con el que no se puede negociar”. Chigurh tiene una facha que asusta y mata sin sombra de escrúpulo, a menudo sin necesidad. Y punto. No es fácil empatizar –negativamente en este caso, por cierto– con una criatura así. Sentir que está dramáticamente justificada, tampoco. Si lo hubiesen matizado con trazos humorísticos... pero no lo han hecho. (Dicho sea de paso: la pistola mecánica, no siendo típica, dista de ser la original arma asesina que celebran las reseñas por aquí y allá: con una de esas ya mataba el protagonista de Benny’s Video, de Michael Haneke, en 1992.)

Que el sujeto que huye con la plata no sea el “bueno” arquetípico se agradece; al fin y al cabo, siempre hemos lamentado los personajes de una sola pieza. Pero con Llewelyn también cuesta involucrarse, identificarse; y no sólo por la pobreza de sus actos (no planifica inteligentemente su fuga, ni los pasos necesarios para poner a salvo a su mujer) sino por el poco o nulo desarrollo que registra a lo largo de la trama. Esta escasa evolución de héroes es lo que impide que Sin lugar para los débiles llegue a ser una road-movie, pese a la notoria evolución geográfica que describen el relato y sus personajes (entran y salen de México, por ejemplo). Claro que el film todo, en consecuencia, presenta menos desarrollo que esos personajes. Empieza muy arriba, se sostiene allí durante unos quince o veinte minutos; luego ya no ofrece información genuina, o nueva, hasta el final.

He leído en varios lados que éste no es un film de acciones sino un magnífico estudio de caracteres; un tratado acerca de la crueldad y las encrucijadas éticas. No veo nada de aquello. Sí, quizás, un asomarse a la degradación de la que puede ser capaz un hombre por un fardo de billetes. ¿Pero no se han asomado a eso ya decenas de películas? (¿Recuerdan La parte del león, opera prima del nativo Adolfo Aristarain... allá por 1978?) ¿Y qué clase de estudio de caracteres –ya no digamos magnífico– podría haber cuando los caracteres son así de escuetos y de estáticos?

A poco de andar, antes bien, el decimosegundo largometraje de los Coen se perfila como lo que es: un thriller narrativamente laxo, temáticamente difuso, esencialmente falto de dirección. Ah, pero eso sí: ¡qué bien filmado!

Guillermo Ravaschino      

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