Frank Miller es
un afamado historietista estadounidense que parece haber llegado al cine
para quedarse. Un par de años atrás, Robert Rodríguez estrenó Sin City
con Bruce Willis, Mickey Rourke y Carla Gugino entre otros, y ahora Zack
Snyder, el director de la remake de Amanecer de los muertos de George
Romero, hace lo propio con 300, comic en el que Miller da cuenta de
la resistencia de tres centenares de espartanos contra el innumerable
ejército persa, enfrentado
–en
el mejor de los casos–
a una victoria
pírrica, diezmada en su valor por la cantidad de bajas, el fortalecedor
efecto moral sobre la nación griega y la humillación histórica ante los ojos
de la posteridad.
Lo curioso de esta adaptación de una historieta de Miller es que acaba
invocando el fantasma fonéticamente familiar de Cecil B. De Mille, hace
siglos confinado al rincón más polvoriento de la historiografía, al tártaro
avinagrado del cinéfilo estadístico. Pero sucede que el imperio de la
tecnología digital, instalado tan arbitrariamente como cualquier otro, y su
cuantitativo y vano uso por parte de la industria se parecen demasiado a la
ornamental y geométrica idea del cine (licuación didáctica del pathos
que atraviesa la obra de Griffith) de quien fuera el rey de los mamotretos
pseudo bíblicos y demás. De hecho, la secuencia de 300 en la que el
rey Leónidas ve desde lo alto de una roca el mar encabritado tragándose a
las naves persas no es más que una reproducción, consciente o no, de la
iconografía sobre Moisés y el episodio del Mar Rojo registrado en el
Pentateuco bíblico.
El problema con 300 es el mismo que tenemos con las películas de De
Mille: aburren a fuerza de eliminar el aliento vital, la mugre, la carnadura
y el relieve ambiguo que todo hecho histórico conlleva. Hay una doble
retórica ampulosa y torpe coartando el placer, la entrega total a lo que
estamos viendo salvo en muy raras ocasiones (las cargas con rock pesado de
fondo que transforman a los espartanos en barrabravas de Chacarita, la
excéntrica construcción del personaje de Jerjes en base al contraste entre
su voz de ultratumba y su gestualidad andrógina, el humor que aparece en
contados diálogos), que se evidencia en el abuso del ralenti repentino casi
a punto de congelar las imágenes como si fueran cuadros de historieta justo
en el instante previo a la resolución espectacular de las acciones, y en la
pobreza literaria del por demás latoso guión. A la decimoctava repetición
del lema "retroceder nunca, rendirse jamás" uno tiene ganas de que se rindan
de una vez por todas ("aguanten los persas") o de irse a ver la película
homónima del ‘86 con Van Damme. Y que no nos vengan con eso de que así es
como hablaba un soldado de Esparta porque los guionistas, hasta donde yo sé,
no son ni una cosa ni la otra. Alguno dirá que tal vez no sean soldados pero
sí publicistas republicanos, a juzgar por la fácil identificación que puede
hacerse del discurso espartano con el de la extrema derecha yanqui, pero ese
asunto es un poco más complicado.
Se observa, eso sí, una confusión ideológica monumental en esta película de
Snyder que es, dado el tiempo y las circunstancias geopolíticas
internacionales que le han tocado vivir, cuanto menos irresponsable (en el
peor de los sentidos posibles de esta palabra). Porque el heroísmo de los
espartanos (protagonistas exclusivos y, debido a ello, molde dramático en el
que los espectadores nos identificamos) viene acompañado de una dosis equina
de superioridad racial, apología del militarismo, destrucción de lo deforme,
desprecio por todo placer que no provenga de una concepción falocéntrica del
mismo, y el culto de la muerte violenta como accesit a la gloria.
Pero todo esto no sería demasiado dramático en vista del contexto histórico
de los hechos. Si así eran los espartanos, ¿por qué no mostrarlos tal como
eran? Es más: ¿por qué no mostrar cómo mataban al recién nacido que no
pasaba la prueba de pureza física en vez de sólo sugerirlo filmando los
huesos de otros bebés asesinados? ¿Acaso porque Snyder comenzó a sentir
miedo de la historia que había escogido contar? ¿Porque se sintió culpable
de haber elegido ese material? ¿O porque temió correr el riesgo de que
alguien pudiera llegar a creer que compartía esos valores? El asunto es que
la mala conciencia parece haber sido la culpable de más de una escena
incongruente con el resto de lo visto; como aquella en la que unos tipos
felices de matar nada más que por el gusto de hacerlo (la guerra suena
siempre a excusa) declaran su fe en la razón luego de haber levantado un
muro usando cadáveres como mortero, entre otras delicadezas
similares.
Idéntico ruido producen las escenas de sexo heterosexual (este último
adjetivo no debe causar la impresión de que pudiera haber escenas sexuales
de algún otro signo en la película). Primero, porque no tienen nada que ver
con el espíritu del relato, claramente homoerótico aunque reprimido.
Segundo, porque están filmadas como una propaganda de perfume (esta frase se
la debo a un colega)... pero no huelen a nada. Tercero, porque destilan el
más rancio maniqueísmo: el espartano bueno –rey, soldado y guerrero– se
la mete a su esposa por delante, mientras el espartano malo –político,
para más datos– ni recurre a vaselina antes de violar ya saben por dónde a
la esposa del otro. Ah, pero los persas, que cometen el pecado de aceptar en
una orgía a un espartano que se vende al enemigo luego de ser marginado por
su joroba, son prolijamente descuartizados por inmorales, inferiores,
corruptos, etc. (o por morochos que usan algo parecido a un turbante en la
cabeza).
Y ya que estamos recorriendo el inflamado y bélico terreno de la
altisonancia, qué mejor que citar a las Sagradas Escrituras, por cierto
mucho menos solemnes de lo que se supone, cuando allá por el Apocalipsis
registran una devastadora frase divina, acaso el mejor concepto crítico que
pueda aplicarse a todo insatisfactorio producto industrial cinematográfico:
"Por cuanto eres tibio, ni frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca."
Ese es el gran pecado de 300. No sostener rigurosamente ningún punto
de vista, ningún tono, ninguna elección. A una película épica no le puede
faltar pasión, y aquí no hay de ningún tipo. La pasión amorosa es meramente
morosa, publicitaria, estéril. La pasión religiosa no tiene lugar desde el
momento en que los protagonistas le dan la espalda al oráculo y el guión
carga las tintas sobre la traición por dinero de los sacerdotes. La pasión
colérica, ese afán de justicia que es atributo de los dioses, es negada por
el exceso retórico de unos personajes que más parecen oradores de barricada
que soldados. Y la pasión poética, la cuarta según la etimología clásica,
nace de esas tres que aquí brillan por su ausencia. Así que si quieren
encontrar algo de ellas en la cartelera actual, no se pierdan Apocalypto
o Rocky Balboa. Esas sí que se la bancan.
Marcos Vieytes
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