Los títulos de
A todo o nada están impresos sobre un largo plano pesado, perfectamente
abrumador, que funciona como núcleo emblemático de todo el film: una
muchacha gorda y descuidada pasa un trapo enjabonado por el piso de una
habitación una y otra vez, sin salir nunca del todo del cuadro, enmarcada
por un pasillo. Tras ella, avanza una vieja. Presente y futuro sin salida.
Mike
Leigh –quien acaba de ganar el León de Oro en Venecia con su última Vera
Drake– incursiona nuevamente en el terreno que mejor conoce: las
desdichas de la clase trabajadora de los barrios bajos de Londres, en un
degradado complejo de viviendas económicas. Allí viven los personajes del
film, todos aquejados por la misma insatisfacción, aislamiento e
incomunicación. Phil (Timothy Spall) conduce su remise sin dedicarle mucho
interés ni horas de trabajo. Para llegar al fin de semana, debe recurrir a
los monederos de su mujer, cajera en un supermercado, y de su hija obesa,
empleada de limpieza en un hogar de ancianos. Su hijo, también obeso, se
dedica a ver la televisión, comer y pasear su malhumor y agresividad por la
vida. La depresión y fragmentación no son privativas de esta familia, pues
sus vecinos tampoco tienen vidas felices: embarazos de adolescentes, novios
golpeadores, madres y padres alcohólicos, enfermedad. Tampoco a los negros
–que ocupan los puestos del poder– las cosas les van mejor, ni los pasajeros
de Phil se salvan del sufrimiento cotidiano. Sólo la vecina Maureen (Ruth
Sheen) pone en el cuadro una pincelada de optimismo, aunque su vida no llega
a ser un jardín de rosas.
Sin
llegar a los extremos del descarnado nihilismo de Naked, Leigh
presenta una vez más una sociedad desconectada. Como en Secretos y
mentiras y La vida es formidable, disecciona la crisis de la
fragmentada sociedad inglesa posmoderna en el seno de la célula familiar. La
familia entonces como primer nivel, el edificio donde habitan varias de
ellas como segundo, y así se abre a otros planos de la sociedad. En este
caso, lo único que echamos en falta es su habitual humor.
Leigh
dibuja magníficos retratos de la clase baja de Londres en esas tres familias
en las que la desesperación deviene progresivamente abrumadora hasta el
límite de lo tolerable. Lo logra con un elenco formidable, y prueba una vez
más su talento para dirigir actores: Spall –quien actúa en casi todas sus
películas, en una gama muy amplia de personajes– da el tono perfecto para el
abandonado Phil, con su modo dubitativo, su dificultad para encontrar la
palabra justa, su mirada siempre alelada, y transmite con todo el cuerpo su
resignación y falta de autoestima; Lesley Manville –otra presencia frecuente
en sus films– ha sido justamente premiada por su sensible interpretación de
a esposa desdichada que parece no cesar de cuestionar su lugar es ese hogar
equivocado ni de preguntarse en qué momento todo se ha perdido. La escena de
clímax que sostienen ambos, él con la catarsis de sentimientos largamente
reprimidos, ella en su mudez elocuente y contenida, pasará a la antología de
Leigh. Daniel Mays como el novio golpeador lleva su violencia hasta la
exasperación del espectador, y Alison Garland como la hija transmite durante
todo el film la angustia de su encierro emocional. Todos los trabajos de
Leigh (largometrajes, películas para la televisión y puestas de teatro)
atraviesan un largo período previo que él llama "de búsqueda" con los
actores; un proceso de varios meses de ensayos, improvisaciones y
elaboración individual de cada personaje, anterior a la escritura definitiva
del guión. De manera que a la hora de filmar, cada uno desarrolla distintos
estilos de actuación en un rango de libertad que permite la improvisación.
Esas diferencias en los matices interpretativos logran un mayor realismo y
profundidad en estos retratos en los que se juegan la dignidad, autoestima,
resentimiento y amor postergado, dejando el sabor de una falsa esperanza.
Josefina Sartora
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