No son exactamente ángeles sino algo así como empleados públicos. Para más datos, de
lo más amables. Claro que las oficinas en las que trabajan son lo menos parecido a una
repartición estatal. El establecimiento así lo llaman tiene el
aspecto de un hospital enorme, algo venido abajo, y es la sala de espera de un paraíso
muy particular: recibe a las personas que acaban de morir y les asigna un plazo de tres
días para que escojan un recuerdo de sus vidas, sólo uno, para llevarse al más allá.
Esto ocurre del siguiente modo: el establecimiento elabora un guion con cada uno de los
recuerdos, lo produce cual si fuera un corto y lo proyecta en un pequeño microcine. Cada
"recordante", al verlo, revive aquel momento con la suficiente intensidad como
para llevárselo definitivamente al otro mundo. Y parte con él.
Semejante premisa no se hubiera
sostenido ni por un minuto de no mediar el compromiso afectivo, el pudor, la sobriedad con
que Hirokazu Kore-eda uno de los directores jóvenes más celebrados del
Japón encaró el tema. Esto se manifiesta en la delicada galería de criaturas que
ocupan la antesala celestial: jóvenes y viejos, más o menos satisfechos con su derrotero
terrestre, seguros y no tanto a la hora de elegir recuerdos, se abocan a la disciplina del
establecimiento con llamativa naturalidad. Otra pieza clave es la coherencia de After
Life, que esquiva las muletillas con que Hollywood suele resolver el manoseado, y muy
de moda, mito angelical. La versión Kore-eda del tránsito al otro mundo está más cerca
de la vida que de la muerte, de la saludable revisión existencial una tarea de los
vivos que de las conjeturas acerca de la vida después de la muerte sugeridas por el
título. Por eso tiende más de un puente hacia el imaginario del espectador. Cada uno,
desde la butaca, buceará aunque más no sea fugazmente en su pasado, colocándose en la
piel de los protagonistas, que hablan muchas veces a cámara, como invitando al público a
participar del juego. O a jugar con la tensión entre la brevedad de los instantes y las
huellas indelebles que dejan (o no dejan) en el que los vivió.
No está ausente el homenaje al cine:
la producción de las memorias remite más o menos obviamente a los mecanismos
(cortes, planos, efectos especiales) con los que el lenguaje audiovisual re-crea las
emociones personales, íntimas. After Life, por lo demás, no se limita a
habilitar el desarrollo de los 22 recién finados sino que escarba en la historia
y las vivencias de sus anfitriones. Podrá saberse, al cabo, que se trata de otros
muertos... que no pudieron o quisieron elegir un recuerdo. Las relaciones que establecen
entre sí y con algunos de los huéspedes por momentos los desdibujan,
aproximándolos a los habitantes de un melodrama más bien convencional. Instalando
preguntas innecesarias (¿Están vivos, están muertos?) y enigmas insolubles (¿Quién
preside la "antesala"? ¿Es una corporación?) que le restan contundencia a la
resolución del trámite.
Guillermo Ravaschino
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