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AGUA

Argentina-Francia, 2006


Dirigida por Verónica Chen, con Rafael Ferro, Nicolás Mateo, Gloria Carrá, Leonora Balcarce, Jimena Anganuzzi.



Agua, de Verónica Chen, es una película sobre desplazamientos. Fundamentalmente los de Goyo (el parco y ajustado Rafael Ferro, de "El tiempo no para"), desde el árido paisaje sanjuanino –caracterizado por la falta de agua– a la pileta del club de su Santa Fe natal, y los del Chino (Nicolás Mateo, de Nadar solo), que van de la juventud a la madurez, de la responsabilidad doméstica precoz al desarrollo individualista y solitario de una vocación. La película empieza cuando el primero emprende la vuelta de esa especie de exilio que se impuso tras haber ganado la carrera de natación más importante de su vida y ser inmediatamente descalificado por el uso de una sustancia que según el reglamento estaba prohibida. Su regreso persigue un doble objetivo: recuperar a una mujer (Gloria Carrá) y a su hija, y ganar de nuevo el maratón acuático para volver a sentirse en carrera. El Chino, nadador también, duda entre dedicarse por entero a ese deporte o largar todo para mantener a su mujer embarazada repartiendo reses. Pero, como dice un personaje circunstancial, “el Chino, fuera del agua, boquea”, se muere, languidece. Igual que Goyo desde que perdiera su título y se refugiara, solo, en el más seco desierto.

Subsidiarios a estos derroteros hay otros dos, femeninos y relegados al quehacer de esos hombres incompletos. De alguna manera, el agua está siempre desplazando a Jimena y Leonora a un segundo plano, como antes a la mujer que Goyo abandonó y quiso, en vano, recuperar. Invirtiendo los roles pero también los motivos de aquella ruptura, Jimena decidirá dejar al Chino en vísperas del parto y la otra deambulará alrededor de Goyo sin conseguir otra cosa que ser una sombra desvaída o un retazo de consuelo cuando éste se da cuenta que el pasado es tan irreversible como la corriente del río marrón en el que nada todas las madrugadas. Demasiado poco para unos personajes encarnados por un par de mujeres, Jimena Anganuzzi (Una de dos) y Leonora Balcarce, cuya sola presencia es dueña de un espesor y consistencia únicos, capaces de darle relieve a personajes tan opacos y laterales como los que les tocaron en suerte, pero cuya breve aparición alcanza para enfatizar el solipsismo amoroso de esos protagonistas masculinos en continuo y errático tránsito.

Cada vez que la cámara da cuenta de esos viajes, de esa deriva, de esos desplazamientos tanto físicos como mentales, Agua consigue ser una película fascinante, libre, hipnótica. Nos instala en un mundo paralelo al real y autosuficiente, elemental y complejo a la vez, hecho de travellings tersos, imágenes acuáticas, pulso de siesta amniótica, tensión vacuna, rápidos de chicharra y transcurrir de carreteras. Verónica Chen prueba con Agua que es capaz de transmitir el placer de las formas e imprimir en el plano el tiempo y la materia de los objetos de manera original, propia. Por eso su mayor pecado es el de interrumpir el desenvolvimiento total de ese proceso (impidiendo que fluya sin obstáculos) al vincular ese mundo fascinante de la ficción con el de la realidad representada mediante algunas convenciones del realismo.

Hay dos secuencias que evidencian esto: la del maratón y la del encuentro entre Goyo y Leonora en la pieza del hotel una vez que la carrera ha terminado. En esta última Chen amaga con filmar el sexo que esos cuerpos están pidiendo a gritos, pero clausura abruptamente unas imágenes cuya tensión erótica, de haberse permitido su natural desenvolvimiento, hubiera sido capaz de darle otro vuelo a la secuencia, fusionando la autónoma dialéctica amorosa de los cuerpos a esa lógica del desplazamiento solitario que asume toda la película. Lo mismo sucede con el registro del maratón acuático, cuyas imágenes fueron filmadas durante la competencia real (se celebra cada año) en Clorinda, y que estorban por multitudinarias además de lastrar con su verosimilitud documental la orgullosa entidad ficticia pero verdadera del resto de las imágenes.

A la película, entonces, le pasa lo que al Chino en un principio: en vez de nadar, son muchas las veces en las que camina por el fondo de la pileta. No consigue abstraerse por completo del mundo exterior y las preocupaciones cotidianas. No pone la mente en blanco, para concentrarse únicamente en sus propios movimientos y en las líneas sumergidas que le marcan el camino. No se corta sola, aunque sea capaz de hacerlo. No se libra de todo aquello que la ata. No se deja llevar. No se entrega de principio a fin a esa corriente que ha sabido generar por sí misma y cuyo impulso, de ser observado hasta las últimas consecuencias, la hubiera puesto en un lugar radicalmente distinto a cualquier otro dentro del cine nacional. Queda el surco en el agua, la estela del estilo de Verónica Chen que ha de seguir salpicándonos desde muchas de estas imágenes, y desde las que vendrán.

Marcos Vieytes      

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