Agua,
de Verónica Chen, es una película sobre desplazamientos. Fundamentalmente
los de Goyo (el parco y ajustado Rafael Ferro, de "El tiempo no para"),
desde el árido paisaje sanjuanino –caracterizado por la falta de agua– a la
pileta del club de su Santa Fe natal, y los del Chino (Nicolás Mateo, de
Nadar solo), que van de la juventud a la madurez, de la responsabilidad
doméstica precoz al desarrollo individualista y solitario de una vocación.
La película empieza cuando el primero emprende la vuelta de esa especie de
exilio que se impuso tras haber ganado la carrera de natación más importante
de su vida y ser inmediatamente descalificado por el uso de una sustancia
que según el reglamento estaba prohibida. Su regreso persigue un doble
objetivo: recuperar a una mujer (Gloria Carrá) y a su hija, y ganar de nuevo
el maratón acuático para volver a sentirse en carrera. El Chino, nadador
también, duda entre dedicarse por entero a ese deporte o largar todo para
mantener a su mujer embarazada repartiendo reses. Pero, como dice un
personaje circunstancial, “el Chino, fuera del agua, boquea”, se muere,
languidece. Igual que Goyo desde que perdiera su título y se refugiara,
solo, en el más seco desierto.
Subsidiarios a estos derroteros hay otros dos, femeninos y relegados al
quehacer de esos hombres incompletos. De alguna manera, el agua está siempre
desplazando a Jimena y Leonora a un segundo plano, como antes a la mujer que
Goyo abandonó y quiso, en vano, recuperar. Invirtiendo los roles pero
también los motivos de aquella ruptura, Jimena decidirá dejar al Chino en
vísperas del parto y la otra deambulará alrededor de Goyo sin conseguir otra
cosa que ser una sombra desvaída o un retazo de consuelo cuando éste se da
cuenta que el pasado es tan irreversible como la corriente del río marrón en
el que nada todas las madrugadas. Demasiado poco para unos personajes
encarnados por un par de mujeres, Jimena Anganuzzi (Una de dos) y
Leonora Balcarce, cuya sola presencia es dueña de un espesor y consistencia
únicos, capaces de darle relieve a personajes tan opacos y laterales como
los que les tocaron en suerte, pero cuya breve aparición alcanza para
enfatizar el solipsismo amoroso de esos protagonistas masculinos en continuo
y errático tránsito.
Cada vez
que la cámara da cuenta de esos viajes, de esa deriva, de esos
desplazamientos tanto físicos como mentales, Agua consigue ser una
película fascinante, libre, hipnótica. Nos instala en un mundo paralelo al
real y autosuficiente, elemental y complejo a la vez, hecho de
travellings tersos, imágenes acuáticas, pulso de siesta amniótica,
tensión vacuna, rápidos de chicharra y transcurrir de carreteras. Verónica
Chen prueba con Agua que es capaz de transmitir el placer de las
formas e imprimir en el plano el tiempo y la materia de los objetos de
manera original, propia. Por eso su mayor pecado es el de interrumpir el
desenvolvimiento total de ese proceso (impidiendo que fluya sin obstáculos)
al vincular ese mundo fascinante de la ficción con el de la realidad
representada mediante algunas convenciones del realismo.
Hay dos
secuencias que evidencian esto: la del maratón y la del encuentro entre Goyo
y Leonora en la pieza del hotel una vez que la carrera ha terminado. En esta
última Chen amaga con filmar el sexo que esos cuerpos están pidiendo a
gritos, pero clausura abruptamente unas imágenes cuya tensión erótica, de
haberse permitido su natural desenvolvimiento, hubiera sido capaz de darle
otro vuelo a la secuencia, fusionando la autónoma dialéctica amorosa de los
cuerpos a esa lógica del desplazamiento solitario que asume toda la
película. Lo mismo sucede con el registro del maratón acuático, cuyas
imágenes fueron filmadas durante la competencia real (se celebra cada año)
en Clorinda, y que estorban por multitudinarias además de lastrar con su
verosimilitud documental la orgullosa entidad ficticia pero verdadera del
resto de las imágenes.
A la película, entonces,
le pasa lo que al Chino en un principio: en vez de nadar, son muchas las
veces en las que camina por el fondo de la pileta. No consigue abstraerse
por completo del mundo exterior y las preocupaciones cotidianas. No pone la
mente en blanco, para concentrarse únicamente en sus propios movimientos y
en las líneas sumergidas que le marcan el camino. No se corta sola, aunque
sea capaz de hacerlo. No se libra de todo aquello que la ata. No se deja
llevar. No se entrega de principio a fin a esa corriente que ha sabido
generar por sí misma y cuyo impulso, de ser observado hasta las últimas
consecuencias, la hubiera puesto en un lugar radicalmente distinto a
cualquier otro dentro del cine nacional. Queda el surco en el agua, la
estela del estilo de Verónica Chen que ha de seguir salpicándonos desde
muchas de estas imágenes, y desde las que vendrán.
Marcos Vieytes
|