El tema de la ola inmigratoria que a fines del mil ochocientos arrastró a millares de
europeos hacia el puerto de Buenos Aires no sólo es rico por el lado histórico. Ofrece
una ocasión de oro para repensar el sempiterno enigma del "ser argentino" habitualmente
zanjado con frases hechas remontándose a los tiempos que forjaron el
"crisol". Lo triste, en todo caso, es que el guante no haya sido recogido por
una empresa de ideas sino por cinco productoras de cuatro países, que plasmaron una
coproducción en los peores términos que cabía esperar.
América mía se concentra en
las últimas dos décadas del siglo XIX. Arranca con el desembarco de un gallego (José
Coronado) y un alemán (Peter Lohmeyer), que serán el eje de un relato que culmina con la
celebración del nuevo siglo. Roque, el español, es de los que vinieron a hacer la
América. Desde que empieza repartiendo tabaco en una carreta desvencijada hasta que
se impone como uno de los nuevos ricos de la urbe, su periplo tiene visos de una larga
crónica anunciada. A Hermann, el teutón, se lo supone portador de ideas socialistas.
Unos cuantos intercambios con el hijo de Roque demostrarán hasta qué punto las puede
banalizar el cine cuando las utiliza como adorno. El "telón de fondo" no
menos rico que el tema de la inmigración es la paulatina conversión de la aldea en
metrópolis. La endeblez del drama, empero, contamina también este filón. Lo que prima,
en cualquier caso, es un puñado de personajes con escaso o nulo desarrollo, diálogos
torpes, peripecias resueltas con apuro.
El film de Gerardo Herrero se empeñó
en no dejar afuera a ninguna de las instituciones que registran las crónicas de época.
Claro que no dice nada nuevo ni siquiera viejo sobre ellas. Se limita a
ilustrarlas. Los burdeles desbordan de muchachas (mayormente actrices debutantes) que no
alcanzan a disimular la alegría de exhibir sus tetas en la gran pantalla. La madama Piera
es el vehículo de una española cotizada, Maribel Verdú. Su romance con Roque, al igual
que el resto de los amoríos, responde a una progresión francamente caricaturesca: un
cruce de miradas, un par de pláticas prematuramente íntimas, palo y a la bolsa.
Los personajes secundarios responden en
bloque a la necesidad de habilitar el ingreso de tal o cual emblema de los viejos tiempos.
¡Pero a qué precio! Federico Luppi, como el fantasma de un malevo, se materializa y
desvanece a discreción, haciendo resonar los lastimosos ecos del "realismo
mágico". Laura Novoa tose como una descosida, no sea que a alguien se le escape que
en Buenos Aires campeaba la tuberculosis. Villanueva Cosse es un degollador
devaluado: declama los secretos de su oficio a quien quiera oírlo. Norberto Verea (el ruso
de la Heavy Rock & Pop) balbucea las penurias de un criollo superdotado...
que no encuentra china con el suficiente diámetro para su portento. En fin.
Guillermo Ravaschino
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