La última
película de Mel Gibson me hizo recordar dos ocasiones en las que el cine me
proporcionó una felicidad relacionada con su milagrosa capacidad de
recuperar para la mirada mundos perdidos. Una de ellas está relacionada,
previsiblemente, con otra película del director, Corazón valiente,
cuya intensidad física se convertiría en marca registrada del Gibson
cineasta desde aquel segundo largo (el primero había sido El hombre sin
rostro) hasta este film posterior –y superior pero coherente– al tour de
force en extremo carnal, religiosamente materialista de La pasión de
Cristo. De hecho, el tópico religioso no exclusivamente cristiano del
sacrificio vuelve a erigirse como centro de una película suya en esta
Apocalypto centrada en el fatal destino de los integrantes de un
pueblo
centroamericano que son cazados por los
aztecas para servirles como esclavos o
ser ofrecidos a sus dioses en el gran altar donde el cuchillo de obsidiana
del sacerdote les sacará el corazón mientras todavía están vivos.
El segundo
recuerdo, no menos intenso, proviene de la bíblica panorámica en la que los
arqueólogos que interpretan Sam Neill y Laura Dern ven dinosaurios vivos por
primera vez en su vida desde las ramas de un paradisíaco árbol que bien
podría ser el del conocimiento. Ese momento, mucho más edénico debido al
inocultable costado sentimental del punto de vista de Spielberg, genera en
el espectador la misma inolvidable expectación que la secuencia del
sacrificio humano en la pirámide de esta última película de Gibson. En ambas
el cine consigue ser, como quería el Hollywood clásico, bigger than life,
más grande que la muerte y la desaparición de los hombres, capaz de
reconstruir imperios y resucitar personas para hacerlas convivir con nuestro
tiempo, nuestro espacio y nuestra sensibilidad contemporánea. Porque el
proceso de redescubrimiento de mundos perdidos que tanto Jurassic Park
como Apocalypto ponen en funcionamiento no tiene valor museístico ni
se propone recuperar sin modificación alguna el pasado, sino dar forma a lo
imposible: cruzar pasado y presente, objetividad arqueológica y subjetividad
estética, historia y espectáculo, sin el más mínimo temor al ridículo ni
acotaciones académicas de por medio.
Antes y después de la citada secuencia sacrificial, Apocalypto se
reduce a una sola acción: la de la cacería. Hay un prólogo en el que Gibson
muestra la vida en la aldea y su idealizada visión del primitivismo que
sirve para identificarnos con los personajes con precisión y contundencia,
pero todo lo demás es acción filmada con cámara digital y veloz exuberancia.
Ese vértigo, esa pasión, esa corrida interminable del protagonista por
sobrevivir no se detendrá sino hasta que es provisoriamente atrapado y ello
le sirve a la cámara para alcanzar el clímax dramático del film. Desde que
era chico me acompaña el recuerdo del dibujo de uno de esos libros con
intenciones didácticas en el que se veía, desde un plano cenital, el rostro
desencajado de un hombre tendido en un altar con un agujero en el pecho, y
la mano en el alto del sacerdote con el corazón de la víctima latiendo. Eso
y mucho más filma Gibson en una secuencia que debe ser vista en la sala de
cine, ejemplar por su fisicidad, suspenso y resolución, prodigiosa y bestial
como pocas. Luego seguirá la cacería sin respiro hasta el ambiguo plano
final que uno no sabe si revela salvación o cíclica fatalidad. Pero en el
centro del film están esos eternos minutos de trance y adrenalina que
justifican la existencia no ya de la película sino del cine todo.
Marcos Vieytes
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