Los alucinantes avatares de la política y economía argentinas de los últimos
meses de 2001 y primeros de 2002 hacen que Bolivia, que se acaba de
estrenar, ya esté parcialmente desactualizada.Bolivia está graníticamente estructurada en torno de
un bar-parrilla rantifuso, barrial, suerte de hijo venido a menos del
típico café de antaño. De esos que comercian choripán a un
peso (todavía, a un peso), cerveza, vino, soda y ciertos cortes de carne
asada de tercera y cuarta calidad. Este local es de lo más realista
en lo que respecta a la escenografía y parroquianos que lo habitan: el
propietario, los empleados y los habitués –vendedores ambulantes y taxistas–
hablan más o menos como sus sucedáneos reales. Acá se puso en juego la
notable captación y plasmación de ambientes que Caetano ya había
demostrado en Pizza, birra, faso, codirigida junto a Bruno Stagnaro
en 1997.
Dueño del bar es Don Enrique, muy bien compuesto por el veterano actor
Enrique Liporace (el resto de los personajes también lleva el nombre de pila
de sus respectivos intérpretes). Este hombre dista de ser un gran
explotador, o cualquier cosa que se le parezca, y sin embargo aparece sobre
la cúspide de la pirámide social que, al modo de un microcosmos, ocupa el
centro del largometraje. Un escalón más abajo se ubican los taxistas, y más
abajo el personal, que integran el boliviano Freddy –indocumentado,
recientemente conchavado como parrillero– y la paraguaya Rosa, ya mesera de
hace rato en el lugar. Entre los actores, mayormente no-profesionales,
brilla Rosa con su pudor, que no es recato sino más bien política laboral,
y Freddy con sus silencios, su actitud serena, seria, virtualmente a
reglamento (no desplanta al dueño, pero jamás le lame las botas). La
sutileza de estos trabajos es verdaderamente inusual.
Varios cúmulos de tensiones recorren al microcosmos. Los maltratos que
por $15 diarios soportan camarera y parrillero, especialmente del patrón
pero también de los clientes, son algunas de ellas. Otras tensiones,
igualmente relacionadas con el dinero (y con su falta), colocan a alguno de
los taxistas bajo el yugo del bolichero, al que adeuda una abultada
cuenta impaga, aunque la paga, de algún modo, soportando otros maltratos. El
asunto es más complejo, empero, ya que un segundo sistema de
tensiones, relacionadas más directamente con la propiedad, llega a oponer a
clientes y empleados, colocando a estos últimos del lado de la patronal
cuando –por ejemplo– echan a dormilones y borrachos del local por cuenta y
orden del propietario.
Es un planteo rico, fuerte... y peligroso. Detrás de todas las tensiones
está la escasez, la expropiación, la malaria, y por delante las
pequeñas y medianas ruindades cotidianas que la misma puede y suele generar.
Este estado de las cosas no tiene ningún tipo de solución dentro de sí
(tampoco la postula la película), pero todo microcosmos se perfila como
expresión condensada de un cosmos. En otras palabras: el boliche como
reflejo de otro boliche, mucho más grande, llamado República Argentina.
Ahora bien: mientras los avatares del laboratorio de Bolivia se
asemejan a los escenarios de "guerra de pobres contra pobres" que agitan muy
interesadamente ciertos medios, los acontecimientos mencionados al comienzo
de estas líneas enseñan poderosamente que otras guerras, más
precisamente dos, se anteponen a ésta en calibre, en determinaciones y en
consecuencias: la que libra una pequeña fracción de los ricos contra
el resto de la sociedad; y la de ricos contra ricos (es decir, entre
facciones de aquella misma fracción). Por supuesto que estas guerras también
involucran nacionalidades, pero muy otras que las de quienes frecuentan esta
clase de bares. La referida desactualización tiene que ver con esto y, en
menor medida, con el hecho de que ya no hay peruanos, paraguayos o
bolivianos como Freddy, que hagan "cabeza de playa" en Buenos Aires para
traer luego a sus familias, sino que abundan los que dejan este infierno
para regresar a sus castigadas patrias.
Claro que el microcosmos podría ser tomado de otro modo: no como
condensación, sino como porción de un todo cuyas otras partes, por lo
tanto, serían piezas ausentes pero complementarias. Este no es el caso,
y la clave parece estar en ciertos desajustes muy precisos, muy puntuales de
algunos personajes que contradicen su línea, o su carácter, forzados
por el guión. La bruta
propuesta de partuza de Freddy es uno de ellos. Otro, mucho más
brutal, es un disparo, cuyo autor y consecuencias me reservo atento a los
que aún no han visto el film, pero que es un hecho poderosamente dramático
ya que precipita otras acciones y vertebra a casi todas las precedentes.
Parte de la xenofobia verbal de entrecasa que profieren unos a otros engrosa
esta vertiente. Es decir, un puñado de hechos menos creíbles que el
resto y que apuntan todos en la misma dirección: poner de manifiesto la
debilidad integral (o moral, hasta incluso natural) de estas
gentes.
La mirada que se desprende no es optimista pero tampoco piadosa, y este
debe ser el mayor contraste entre Bolivia y otra opera prima con la
que, por lo demás, mantiene muchos puntos de contacto: la genial Haz lo
correcto con la que Spike Lee asomó al mundo en 1989.
El realismo, o para abrir el campo: el ambiente, no lo es todo. El
nuevo cine argentino (el que se precia, como en el caso de Adrián Caetano)
sigue enfrentando el dilema de articular esos ambientes, sobre los que puede
decirse que ha triunfado en términos de realización, con las
invenciones dramáticas que desde el terreno del guión todavía plantean desafíos
importantes.
Guillermo Ravaschino