Pablo Trapero es
uno de los pocos directores surgidos del denominado “nuevo cine argentino”
que lograron aproximarse a los géneros clásicos sin resignar su mirada
personal. Así es como en Leonera trasmutaba un subgénero con
frecuente destino exploitation como el de cárceles de mujeres en un
anti-relato de inusual potencia, enfriaba a cero absoluto el melodrama con
el viento patagónico en Nacido y criado, configuraba una comedia
familiar/road movie centrípeta con Familia rodante, amalgamaba
policial y costumbrismo en El bonaerense y, como se dijo en el
momento de su estreno, coqueteaba con la ciencia ficción con esas máquinas
engullehombres de Mundo grúa (¿y no es “mundo grúa” acaso un nombre
de película de ciencia ficción?). Carancho es un paso firme en la
misma dirección. Pero esta vez Trapero enfrenta un género difuso, un
anti-género, el “film noir”, categoría que engloba un numeroso y disímil
cuerpo de películas estadounidenses realizadas entre los inicios de la
década de 1940 y mediados de la década siguiente, caracterizadas por
formular estructuras formales que se desmarcaban del modelo de
representación institucional del cine clásico, por desarrollar una mirada
desencantada sobre la sociedad de la época y por proponer una moralidad
ambigua. En definitiva, si el Hollywood clásico era la fábrica de sueños, el
“film noir” representaba las pesadillas que finalmente se colaban en la
superficie.
Es cierto,
Carancho no posee, en el plano formal, la artificiosidad marcadamente
expresionista del cine negro, pero aun así el film de Trapero también se
siente como un mal sueño, el del individuo desamparado contra fuerzas
mayores, el del extraño en tierra de nadie, el del descenso imparable al
inframundo. En este sentido Carancho es un film noir en espíritu pero
no en apariencia, una película que construye un mundo de una negrura casi
total (y ese “casi” es clave) con las herramientas de un realismo implacable
y sucio, sin la opacidad formal típicamente “noir” pero encarnando el mismo
sentido que ésta.
En Carancho
tenemos al “Carancho” Sosa (Ricardo Darín), aquel que recorre las calles en
busca de víctimas de accidentes automovilísticos para llevar esos casos a
juicio. Como buen ave de rapiña, Sosa revolotea por los alrededores del
hospital donde comienza a trabajar Olivera (Martina Gusmán) en busca de
nuevas víctimas (de tránsito, pero también y a la vez, de su negocio sucio).
Olivera sospecha de la diligencia del intruso, pero pronto se convence de
que es un mal menor. Y en una de esas largas noches de guardia, que Trapero
retrata sin sordina, Sosa y Olivera se enamoran en un café de estación de
servicio, contando los autos que pasan en rojo.
Pero la labor del
Carancho no se limita a cazar accidentes sino también, en un giro que otorga
al personaje de Darín una ambigüedad fascinante, a provocarlos, contratando
a personas con necesidad de dinero fácil para tener un “accidente”. En esta
comunión aparentemente contradictoria de accidente planificado o realidad
simulada radica la clave del cine de Trapero, cuya impresión de realismo
está íntimamente ligada a su capacidad fabulatoria. Sirva como ejemplo el
caso de “carancho”, término repetido por todos los personajes para referirse
a Sosa y que como espectadores tomamos inmediatamente como verdadero, pero
que fue inventado por el realizador, según aclaró en alguna entrevista.
El mundo que
describe Carancho es el de la corrupción colándose en los
intersticios de un sistema debilitado y enfermo. En ese panorama desolador,
de faroles de luz amarillenta que proyectas sombras de cine negro sobre las
calles de tierra del conurbano, la posibilidad de felicidad existe en esa
unión fortuita de doctora novata y abogado chanta en busca de redención. Y
ese paraíso recuperado es un espacio concreto, el departamento de Olivera,
al cual se accede exclusivamente por corte y elipsis, como quien retorna de
la Tierra de los Muertos con la promesa de nunca mirar para atrás. Y de él
se sale por un ascensor que es, en realidad, siempre “descensor”, una
especie de antesala de intimidad al infierno nuestro de cada día. En
Carancho la única forma de escape es el crimen y la fuga, como sucedía
en el cine del último gran director de género de nuestro medio, Fabián
Bielinsky (de hecho, sólo el autor de Nueve reinas y El aura
pudo descifrar la inmensa oscuridad que puede alcanzar Darín, ahora
resurgida en Carancho).
Pero la novedad
más notable de este film con respecto a los anteriores de Trapero, más allá
de esa pátina clásica diseñada a partir de actores profesionales en los
protagónicos y una estructura típicamente noir, es una puesta en escena que
privilegia la cámara en mano y la cercanía carnal con los personajes sobre
los planos generales más “contextuales” que dominaban sus primeros films.
Esto tiene, en principio, dos consecuencias notables: en primer lugar,
Carancho es su film más emotivo e intenso, y, tal vez por eso, el más
“accesible” y, a priori, masivo, como lo confirman las cifras de su primera
semana en cartel. Pero además le otorga una movilidad fundada en un uso casi
virtuoso del plano secuencia, de una perfecta y secreta coreografía, con un
pie en el cine de los hermanos Dardenne y el otro en la espontaneidad de lo
marginal del programa televisivo “Policías en acción”. En Carancho
Trapero logra –¡por fin!– hacer cine de género efectivo y estructuralmente
irreprochable reafirmando, a la vez, su más radical individualidad.
Hernán Ballotta
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