Flaco por no decir anoréxico
homenaje a Vincent Price y a William Castle (protagonista y director de la original House
on Haunted Hill, 1958) ha resultado esta Casa en la montaña embrujada, un
empacho de efectos especiales al servicio del vacío casi total de personajes con alguna
consistencia o de una trama mínimamente consistente o capaz de generar susto. Para
empezar, Geoffrey Russell, discreto actor, jamás podrá expresar la decadencia señorial,
el refinamiento desdeñoso y a la vez sardónico, los exquisitos matices del gran Vincent
Price, un icono absoluto del género fantástico y de terror que hizo gala de un humor
delirante precisamente en la primera versión de William Castle que ha degradado el clipero
de segunda que es este William Malone, director del engendro que nos ocupa. Desde ya que
Castle no era un gran realizador, pero desde el 58 se inclinó alegremente,
terroríficamente hacia este género en el que alcanzó sus mejores logros: fue capaz de
producir genuinos escalofríos, de shockear a sus espectadores, sin descartar alguno que
otro golpe bajo. Pero sabía crear climas de suspenso inquietante sin tomarse las cosas
del todo en serio. Además, produjo una obra capital: El bebe de Rosemary, que
dirigiera Roman Polanski.
De poco vale contar el esquema argumental de esta
película, que en los papeles es un clásico, tanto del policial como del terror
(invitados que llegan a una casa en lo alto de la colina, quedan atrapados y en su
esfuerzo por escapar van muriendo como moscas en la miel), que remite al viejo y
entrañable tema de la mansión siniestra, con vida propia e intenciones maléficas.
Desdichadamente una vez más el show de los efectos especiales, la pura pirotecnia de
videogame, han anulado las posibilidades que con tanta habilidad fueron explotadas en el
original. Frente a tanto efecto por el efecto, daría la sensación de que esta
producción fue pensada, antes que nada, en función del despliegue digital. Y desde
luego, el puro artificio resulta contraproducente, porque además del empobrecimiento que
ha sufrido la historia y el nulo desarrollo de los personajes, está el inevitable
problema de que los recursos digitales usados indiscriminadamente le quitan convicción y
materialidad a la imagen. El realizador parece desconocer por completo que hay algo
llamado espacio cinematográfico, que existe la puesta en escena que da sentido a un
relato contado en imágenes. La chatura de la realización, sin el apoyo del guión, hace
que a medida que los invitados empiezan a morir, el amante del género desee que el
misterioso depredador los liquide a todos de una buena vez. En verdad, lo más atractivo
de esta adaptación está al comienzo, en ese parque temático que regentea el
protagonista, dedicado a hacerle creer a sus visitantes que sus vidas corren riesgos
insuperables.
Moira Soto |