El famoso Dogma 95, impulsado por el realizador danés Lars Von Trier, se asume
alegremente como eso: un voto de castidad, una profesión de fe despojada de fundamentos
(más allá de un par de invocaciones "antiburguesas" confusas y
grandilocuentes, que utiliza como introducción). Concretamente consta de un decálogo en
el que ciertas alternativas formales más o menos interesantes (y adecuadas según el
caso, como filmar cámara en mano, prescindir de la música "de fondo" y usar
luces naturales) se conjugan con prescripciones abstractas (como "el film no debe
contener acciones superficiales") y mandamientos francamente delirantes (como el que
en nombre del cine como producto colectivo prohíbe la mención del director en
los créditos).
Hay dos cosas curiosas en torno de este
dogma. Una es que su mentor saltó a la fama mundial con Europa (1991), un film
hiperproducido, plagado de artificios y trucos publicitarios que parecen burlarse de los
mentados mandamientos (que son diez, ni más ni menos). Pues bien: Von Trier nunca renegó
de Europa. Ni siquiera se autocriticó. Y su obra ulterior, Contra viento y
marea, es una esperpéntica combinación de los presuntos vicios
"burgueses" (estilizados planos generales, música incidental, cámaras sobre el
trípode) con algunos de los mandatos en ciernes (cámaras en mano) y una crueldad
morbosa, subrayada como pocas veces. La otra curiosidad es que Thomas Vinterberg, también
danés, devoto de Von Trier y suscriptor del Dogma, haya concretado una película
estupenda sin sacar, o casi, los pies del plato.
La celebración gira en torno
del sexagésimo cumpleaños de Helge (Henning Moritzen, insuperable), festejado junto a
una veintena de familiares en una opulenta mansión campestre. La que se ha dado cita para
cenar es una tragicómica galería humana. Está el anciano arterioesclerótico, condenado
a repetir el mismo chiste cada tantos minutos. Los tíos y los primos racistas. La esposa
acartonada. Y los hijos de Helge: Michael es torpe, bruto, un manojo de nervios. Helene es
algo así como la joven rebelde del clan. No es tan joven, ni rebelde acaso, pero sale con
un negro y supo simpatizar con los trotskistas... o socialdemócratas (qué más da: en
una familia como esta es natural que su señora madre no perciba la diferencia). Linda no
está, ya que se suicidó hace poco. Pero es como si estuviera ya que su hermano mayor,
Christian, se ocupará de revivirla en el momento menos esperado, y deseado, por la
concurrencia. Esto es: con un discurso que arranca formal, como los otros, religiosamente
presidido por un golpeteo de la cucharita contra las copas de cristal... y culmina
destrozando la engañosa calma entretejida por los presentes. Lo que dice Christian es que
él y Linda, de niños, fueron violados reiteradas veces por el homenajeado.
Al principio el Dogma pesa sobre La
celebración. La llegada de los invitados, las conversaciones relativamente
rutinarias, previsibles, que introducen a la servidumbre y a los aristócratas. Las
cámaras desprolijas, hiperkinéticas, y la iluminación deliberadamente menesterosa
aparecen allí como un mecanismo ajeno por anticipado al devenir dramático.
Pero Christian habla más temprano que tarde, y la bomba que deja caer resignifica las
formas de la película. Que en adelante avanzará briosa, vigorosamente encabalgada, no en
los preceptos del Dogma, sino en la férrea lógica que edificó para sí. La premisa es
fuerte, porque instala una pregunta que quedará flotando: ¿dice la verdad Christian? Es
que el joven bastante solemne por lo demás pasó una temporada en el
manicomio y dará no pocas muestras de desequilibrio (varias de ellas acompasadas por
sutiles toques humorísticos). Y el cumpleañero llegó a los 60 tan ominoso como
aplomado, con lo que se complica decidirse por o tal o cual. Si algo faltaba, la versión
oficial de la muerte de Linda es velozmente puesta en duda, incrementando la tensión.
Los cabos se irán atando, claro está,
pero sin prisas ni pausas. La celebración es a un tiempo densa, ágil y
atrapante. Duplica las escenas exquisitamente. Una y otra vez, los comensales
vuelven a la mesa a reiterar mecánicamente sus rituales (brindis y discursos, incluidos
los de un maestro de ceremonias impecable y torturante... llamativamente parecido al
capitán Astiz). Pero en cada nueva etapa de la cena, signada por la llegada de un plato
siempre más suculento que el anterior, la ceremonia parece dar otro paso trágico. La
violencia explícita no es mucha; la contenida no podría ser mayor. La sensación de que
todo está por estallar, por caso, es más frecuente y mil veces más genuina
que en The Matrix. El otrora apacible conglomerado de burgueses será
progresivamente redibujado de la solemnidad a la abyección en la
medida en que ciertos vicios, y más que vicios, salgan a la luz. La unidad de lugar y la
concentración del tiempo sugerirán, al fin, a un puñado de almas presas en su
claustrofobia. No pueden seguir cómo están, en el lugar que están... ¡pero han estado
allí durante tanto tiempo! El espanto será el hilo de otra progresión cabal: antes los
amalgamaba en innumerables pactos de silencio. Ahora, ya sobre la mesa (literalmente
incluso), empieza a dividir las aguas. Y sólo algunos se correrán de lugar. La
celebración vuelve sobre el punto muerto de cierta burguesía a la deriva
anacrónica, demacrada, cadavérica, y sin embargo en pie que ya fuera
examinada por el gran Luis Buñuel (El ángel exterminador, 1962). De otro modo
(por fortuna) habla de los mismos rasgos, ataca por los mismos frentes. El tono es
igualmente inquietante, original, seductor.
Guillermo Ravaschino
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