Los idiotas trata de un grupo de jóvenes más o menos acomodados que se reúnen
tras una consigna singular: vivir como si fueran retrasados mentales. Una casa prestada,
con amplio jardín, es su base de operaciones. Allí se babean, deambulan absortos,
balbucean frases, se enchastran... hacen de idiotas. Sólo de tanto en tanto
representarán esos mismos roles ante el mundo, fuere porque cae algún extraño
de visita o porque emprenden alguna excursión fuera del perímetro de la casona.
Hay varios niveles en la película de
Lars Von Trier, que es la segunda realizada bajo las estrictas normas del Dogma 95 luego
de la estupenda La celebración, de Thomas Vinterberg (ver links al pie). Por un
lado está la gimnasia experimental: lo que se ve es el documento de lo que se les
ocurrió a los actores (y no actores) de Von Trier cuando éste les propuso que la fueran
de idiotas. Cosa que hacen muy, pero muy bien. Como no lo son ni siquiera en la
ficción y el film les concede raleados momentos de lucidez, uno puede reírse de
las idioteces sin temer problemas de conciencia a la vuelta de la esquina. La mayor
comicidad, empero, proviene del bochorno de los "no-idiotas" ante los
protagonistas. El almuerzo en el restorán, la visita guiada a la fábrica y el encuentro
con los burgueses interesados en comprar la casa son crecientemente desopilantes.
Pero todo tiene sus límites (incluso
la idiotez, aunque muchos no lo crean) y nadie puede festejar indefinidamente las mismas
patochadas. Hay otro nivel, por cierto, y está dado por una suerte de pronunciamiento que
se olfatea desde el principio y se torna explícito después, por boca de los
protagonistas. Me permito resumirlo así: el mundo es idiota y lo único real, por tanto,
es hacerse cargo de la idiotez y llevarla hasta sus últimas consecuencias. Pero "el
mundo" no puede ser idiota esa es una cualidad de los humanos y los que
lo manejan deben ser cualquier cosa menos idiotas. En cualquier caso, ni Von Trier ni sus
criaturas atinan a esbozar de qué manera ayudaría a enderezar al mundo, o a combatir a
los hipócritas, semejante cúmulo de mogolicadas.
Los motivos de Von Trier, en cambio,
lucen mucho más discernibles. Generosas dosis de asco por aquí, unas cucharadas de sexo
en grupo por allá, mogólicos reales (aparece un contingente al promediar el film), un
pene erecto, desnudos a granel. Una vez más, el director de Europa y Contra
viento y marea no pudo sustraerse al denominador común de sus excursiones
cinematográficas: la vocación por la provocación en sí, superficial, escandalosa.
¿Podrá algún día?
Guillermo Ravaschino
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