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EL DISCIPULO
(The Recruit)

Estados Unidos, 2002


Dirigida por Roger Donaldson, con Al Pacino, Colin Farrell, Bridget Moynahan, Gabriel Macht, Mike Realba, Dom Fiore, Karl Pruner.



Desde diferentes perspectivas, el cine contemporáneo está visiblemente interesado por hollar las fronteras entre ficción y realidad. No es un terreno virgen, ni mucho menos. No son nada nuevo ni los documentales liminales más próximos a la idea del cine-diario (las experiencias de la belga Agnes Varda, el italiano Nanni Moretti o el español José Luis Guerín) ni los filmes de género –de suspense– que tanto gustan de proponer juegos equívocos al espectador con el fin de marearlo lo suficiente como para que la solución sea lo único que le satisfaga de toda la proyección.

Este segundo territorio es el más socorrido para una industria del cine estadounidense en los últimos años que, dando ejemplo una vez más de su desmesura, parece equiparar la idea de thriller con la de esos juegos de espejos. Remitiéndonos al contexto más próximo, no hace mucho triunfaron las películas de David Fincher, probablemente el tramposo con más estilo de los de su generación, poco después el talentoso M. Night Shyamalan y una manera personal de entender el cine de suspense. Más tarde fue Alejandro Amenábar el que exportó su visión sobre el género que ya había desarrollado en Abre los ojos y que sirvió también para Los otros. Además, el interesante John McNaughton presentó un divertido toque de atención a esos recursos manoseados en su satírica Wild Things.

De un tiempo a esta parte, en cualquier thriller estadounidense se encuentran los rastros de estos autores (esos mismos que se inspiraron –¿vejaron? – en la arquitectura de las películas de Hitchcock) y, como ocurre siempre con la sobresaturación y con el abuso de explotación, las formas y los contenidos originales tienden a degenerar. Según la lógica, también deberían agotar las expectativas del espectador. Cuando menos de un espectador inquieto, inconformista.

Al servicio de otro escalón más en el descenso hacia el sótano, el australiano afincado en los Estados Unidos Roger Donaldson es un trabajador más del engranaje. Ha facturado con una cierta dignidad productos que en absoluto daban para hacer una película que contentara a ese espectador inconformista. Su carrera está jalonada de títulos pensados para mayor gloria de las estrellas que las protagonizan (Tom Cruise en Cocktail, Pierce Brosnan en Dante’s Peak, Kevin Costner en 13 Días). Lo mismo ocurre con Al Pacino y El discípulo, un thriller de birlibirloque, de aquellos que subrayan hasta el hartazgo el mensaje de que “nada es lo que parece” (hasta el punto de demostrar fastidiosamente que no hay que creer lo que se ve hasta el tercio final).

Tenemos al tópico joven-genio-de-la-informática, un simpático muchacho huérfano de padre llamado James Clayton (Colin Farrell) que es reclutado por un veterano agente de la CIA (Pacino) para que logre superar las pruebas de acceso al cuerpo de espionaje yanqui. Rápidamente, Clayton llama la atención de sus profesores por sus habilidades innatas. Sin embargo, tras un percance con uno de los ejercicios debe abandonar “La Granja”, una casa en mitad del campo donde son aleccionados los futuros espías en Amor a la Patria, armas, tácticas de vigilancia, seguimiento, etc.

Desde ese momento, y tras haber recibido ya dos o tres avisos, el espectador debe quedarse a la carta del mencionado “nada es lo que parece”. Ni lo que les parece a los protagonistas ni lo que le parezca a la platea. En ese sentido, y a diferencia de películas bastante más mentirosas con el público (Nueve reinas, sin ir más lejos, deja alguna pista premeditamente falsa –desde el guión– para extraviar al espectador), esta ordinaria El discípulo no pasa de ser un artefacto cuyos débitos se reparten entre cualquier buddy movie del montón –particularmente The Rookie (Clint Eastwood, 1990)– y una de esas habituales loas al coraje de los cuerpos de seguridad estadounidenses capaces de, siempre con dificultad y valor, hacer frente a poderosas amenazas a la Pax Americana, incluso a las que puedan venir desde dentro. Así, la película de Donaldson no deja de aportar su granito de arena a la reconstrucción del espíritu nacional posterior a los atentados del 11 de septiembre de 2001, que aparecen explícitamente citados a lo largo del metraje.

Se alude, de esta manera, una vez más a los héroes. Y concretamente, a los héroes anónimos. No se cita el paradigma de los bomberos y policías que cayeron el 11-S, pero se intenta reconstruir la memoria de esos agentes de los cuerpos de protección nacional que no pudieron evitar el ataque contra las Torres Gemelas. Se construye un abstruso discurso de reivindicación del agente, que vive y muere en secreto sólo por los intereses de su país; que, ante la duda, no vacila en obedecer órdenes de sus superiores que perjudiquen sus derechos, o los de otras personas. Héroes anónimos de la época Bush. Ahora son los soldados enviados a una segunda guerra en Irak, antes fueron bomberos y policías, el caso es que todos obtienen la gloria tras entregar sus vidas. No es de extrañar que, para intentar colarnos estos discursos patrioteros y propios de tiempos pretéritos, los estudios tengan que incluir tantos giros de guión, tanto capricho narrativo, tanta pirotecnia que deslumbre y despiste a partes iguales.

Rubén Corral      

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