Desde
diferentes perspectivas, el cine contemporáneo está visiblemente interesado
por hollar las fronteras entre ficción y realidad. No es un terreno virgen,
ni mucho menos. No son nada nuevo ni los documentales liminales más próximos
a la idea del cine-diario (las experiencias de la belga Agnes Varda, el
italiano Nanni Moretti o el español José Luis Guerín) ni los filmes de
género –de suspense– que tanto gustan de proponer juegos equívocos al
espectador con el fin de marearlo lo suficiente como para que la solución
sea lo único que le satisfaga de toda la proyección.
Este
segundo territorio es el más socorrido para una industria del cine
estadounidense en los últimos años que, dando ejemplo una vez más de su
desmesura, parece equiparar la idea de thriller con la de esos juegos
de espejos. Remitiéndonos al contexto más próximo, no hace mucho triunfaron
las películas de David Fincher, probablemente el tramposo con más estilo de
los de su generación, poco después el talentoso M. Night Shyamalan y una
manera personal de entender el cine de suspense. Más tarde fue Alejandro
Amenábar el que exportó su visión sobre el género que ya había desarrollado
en Abre los ojos y que sirvió también para Los otros. Además,
el interesante John McNaughton presentó un divertido toque de atención a
esos recursos manoseados en su satírica Wild Things.
De un
tiempo a esta parte, en cualquier thriller estadounidense se encuentran los
rastros de estos autores (esos mismos que se inspiraron –¿vejaron? – en la
arquitectura de las películas de Hitchcock) y, como ocurre siempre con la
sobresaturación y con el abuso de explotación, las formas y los contenidos
originales tienden a degenerar. Según la lógica, también deberían agotar las
expectativas del espectador. Cuando menos de un espectador inquieto,
inconformista.
Al
servicio de otro escalón más en el descenso hacia el sótano, el australiano
afincado en los Estados Unidos Roger Donaldson es un trabajador más del
engranaje. Ha facturado con una cierta dignidad productos que en absoluto
daban para hacer una película que contentara a ese espectador inconformista.
Su carrera está jalonada de títulos pensados para mayor gloria de las
estrellas que las protagonizan (Tom Cruise en Cocktail, Pierce
Brosnan en Dante’s Peak, Kevin Costner en 13 Días). Lo mismo
ocurre con Al Pacino y El discípulo, un thriller de birlibirloque, de
aquellos que subrayan hasta el hartazgo el mensaje de que “nada es lo que
parece” (hasta el punto de demostrar fastidiosamente que no hay que creer lo
que se ve hasta el tercio final).
Tenemos al
tópico joven-genio-de-la-informática, un simpático muchacho huérfano de
padre llamado James Clayton (Colin Farrell) que es reclutado por un veterano
agente de la CIA (Pacino) para que logre superar las pruebas de acceso al
cuerpo de espionaje yanqui. Rápidamente, Clayton llama la atención de sus
profesores por sus habilidades innatas. Sin embargo, tras un percance con
uno de los ejercicios debe abandonar “La Granja”, una casa en mitad del
campo donde son aleccionados los futuros espías en Amor a la Patria, armas,
tácticas de vigilancia, seguimiento, etc.
Desde ese
momento, y tras haber recibido ya dos o tres avisos, el espectador debe
quedarse a la carta del mencionado “nada es lo que parece”. Ni lo que les
parece a los protagonistas ni lo que le parezca a la platea. En ese sentido,
y a diferencia de películas bastante más mentirosas con el público (Nueve
reinas, sin ir más lejos, deja alguna pista premeditamente falsa –desde
el guión– para extraviar al espectador), esta ordinaria El discípulo
no pasa de ser un artefacto cuyos débitos se reparten entre cualquier
buddy movie del montón –particularmente The Rookie (Clint
Eastwood, 1990)– y una de esas habituales loas al coraje de los cuerpos de
seguridad estadounidenses capaces de, siempre con dificultad y valor, hacer
frente a poderosas amenazas a la Pax Americana, incluso a las que
puedan venir desde dentro. Así, la película de Donaldson no deja de aportar
su granito de arena a la reconstrucción del espíritu nacional posterior a
los atentados del 11 de septiembre de 2001, que aparecen explícitamente
citados a lo largo del metraje.
Se alude,
de esta manera, una vez más a los héroes. Y concretamente, a los héroes
anónimos. No se cita el paradigma de los bomberos y policías que cayeron el
11-S, pero se intenta reconstruir la memoria de esos agentes de los cuerpos
de protección nacional que no pudieron evitar el ataque contra las Torres
Gemelas. Se construye un abstruso discurso de reivindicación del agente, que
vive y muere en secreto sólo por los intereses de su país; que, ante la
duda, no vacila en obedecer órdenes de sus superiores que perjudiquen sus
derechos, o los de otras personas. Héroes anónimos de la época Bush. Ahora
son los soldados enviados a una segunda guerra en Irak, antes fueron
bomberos y policías, el caso es que todos obtienen la gloria tras entregar
sus vidas. No es de extrañar que, para intentar colarnos estos discursos
patrioteros y propios de tiempos pretéritos, los estudios tengan que incluir
tantos giros de guión, tanto capricho narrativo, tanta pirotecnia que
deslumbre y despiste a partes iguales.
Rubén Corral
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