A la luz de lo que verdaderamente importa (las sensaciones que una
película, por su naturaleza y cualidades, está llamada a despertar en
los espectadores), El señor de los anillos: las dos torres
funciona. Dejo para los fanáticos de J.R.R. Tolkien –cuya saga literaria
no me apasionó– los aspectos concernientes a la adaptación y las
consabidas discusiones sobre la fidelidad, no siempre bien entendida, que
un film debería observar respecto del formato que le dio origen. Sí
destaco, en todo caso, que el guión del director Peter Jackson (y otros)
es mucho menos literario que cinematográfico: todo se apoya o conduce a
la acción, y muy pocos segmentos acusan el lastre de haber sido
"levantados" de una novela. Otra aclaración, preliminar si se
quiere, corresponde formular en relación con los destinatarios de esta
película: aunque su público "ideal" son los adolescentes (y en
especial los que presenten debilidad por fantasías más o menos
místicas), el resto del mundo puede verla igual. Sin la misma pasión,
claro está, pero sin languidecer de aburrimiento... ni maldecir de
fastidio.
Las dos torres arranca dando
por sabidas todas, o casi todas las premisas de "El señor de los
anillos" para simplemente andar, sin perderse en explicaciones, y de
allí extrae buena parte de su ritmo. A diferencia de lo que sucedía en
la primera entrega (La comunidad del anillo), las razones últimas
por las que cada cual se suma –o debería sumarse– a la odisea han quedado
fuera de la pantalla; se las intuye ahí, están implícitas, pero no
lastran el metraje bajo la forma de fundamentaciones o invocaciones
morales. Por lo demás, se trata precisamente de eso, de un largo viaje
tachonado de complicaciones, y esta cualidad estructural –que es la de
toda road movie– se impone sobre todas las otras. En otras palabras: en
términos argumentales, Frodo y sus amigos tienen que llegar con el anillo
a Mordor, Cuna del Mal, y todo lo demás no importa. No es exactamente
así; hay otras cosas que importan (y hasta que importan demasiado,
por lo menos a mi gusto, sobre todo durante el último tramo que se me
hizo latoso). Pero se agradece la audacia con la que Jackson privilegió el
viaje, por sobre las razones de ese viaje. Si hasta llama la atención que
el propio anillo, tan "ausente" tanto rato, termine evocando al
famoso "MacGuffin" de Hitchcock (desencadena la acción... pero
no tiene mayor importancia en sí mismo).
Las razones y los valores,
antes bien, están "infiltrados": surgen con cierta naturalidad
de los episodios que, como capítulos, hilvanan la narración. El coraje y
el patriotismo están en la defensa de Rohan, pequeño reino amenazado por
la ira arrasadora de Saruman (rostro del Mal; el otro –ya ni rostro– es el
temido Sauron); la ecología –o la armonía con la flora– asoma en el
largo vadeo del bosque de Fangorn, poblado de ancianos árboles
parlantes, igualmente amenazados, con los que nuestros hobbits traban
relación. El enamoramiento, la camaradería de armas y la solidaridad
también cabalgan sobre sus respectivas construcciones dramáticas.
Un segundo factor rítmico
proviene de la fragmentación del grupo protagónico: tres puñados de
héroes, cada cual por su lado y avanzando con el mismo rumbo, proveyeron
abundante material para el montaje alterno. Algunos son más héroes que
otros, pero en lo que hace al heroísmo estrictamente entendido (el que
sufre, el que lucha, el que gana...), la
mayor parte del tiempo la cosa está sanamente repartida entre unos y
otros, y entre todos ellos y las colectividades que
"representan". Pero a no creer que la comunidad del anillo
quiere ser por esto un sucedáneo, o una versión mejorada, de los
parlamentos de este mundo (como sucedía, y muy groseramente, en la
última versión de Star Wars). Al contrario: uno de los mayores
méritos de Las dos torres es que funciona realmente como
relato fantástico: nos saca de este mundo para instalarnos en otro
(Tierra Media, que le dicen) que se impone como tal. Y en el que reinan
valores ciertamente humanos... pero de los más universales que se puedan
encontrar.
La galería de criaturas de
la Tierra Media es tan variada como cabía esperar y, como de costumbre,
poco cabe hacer, aparte de elogiarlos, con los efectos especiales que les
dieron vida. Dos criaturas, quizás, acusan excesiva presencia,
quebrando por momentos la armonía del conjunto: el vagabundo
Gollum/Smeagol (más allá de sus implicaciones) y un Arbol Parlante (o Ent) que
habla demás. Entre las especies de carne y hueso, vale destacar un doble
acierto: de casting (se ha elegido más de un rostro ya bastante raro, o
"poco humano") y de fotografía (primeros planos con gran
angular, enfatizando esas rarezas). Y por supuesto, la fortísima,
embrujada, ajustadísima composición de Gandalf por Ian McKellen. Un poco
más acá, Viggo Mortensen también se lleva sonoras palmas. En tercer
lugar, yo creo, John Rhys Davies está muy bien (sobrio siempre,
simpático casi siempre, gracioso de vez en vez) en la piel del enano
Gimli, que amén de héroe opera como comic relief.
De lamentar, en cambio, es la
deliberadamente escasa crueldad explícita de las batallas (unas
batallas que se anticipan y palpitan crueles, pero a las que el montaje ha
suavizado muy notoriamente) y la excesiva, inverosímil generosidad de
ciertos personajes que por perdonar la vida a uno, sacrifican las de
miles. No está mal que amplíen el espectro de público hacia abajo de
los 14 años de edad, pero mejor sería que editasen dos versiones.
(Cuando salga la pulenta, avisen.)
Guillermo Ravaschino
|