Una crítica seria de esta
película no debería soslayar el análisis de la adaptación literaria
practicada por el guionista Nicholas Meyer a partir de la novela original de
Philip Roth “The Dying Animal”, en que se basa el film. Como no he podido
leer la novela estoy dispuesto a admitir que esta crítica no sea tomada en
serio por casi nadie, pero antes de que la abandonen aprovecho para
recomendarles “The Human Stain”, adaptación de la novela homónima de Roth
que filmó Robert Benton hace cinco años con Nicole Kidman y Anthony Hopkins
y que no es una maravilla, pero tiene muchos puntos de contacto con la
película que nos convoca ahora (además, viéndola se nota que a Benton sí le
gusta el cine). Menos seriedad desplegaron los responsables del título
escogido para estrenar este film en la Argentina; uno quiere creer que la
elección de La elegida no responde a un criterio de traducción por
familiaridad fonética, pero el hecho de que suene tan parecido al original
Elegy siembra demasiadas dudas. Claro que esto ya no es
responsabilidad de la directora, quien sí mostró seriedad (aunque ni mucha
ni muy poca) a la hora de escoger ese título para esta película.
Según
define Wikipedia (ya les dije que esta crítica era cualquier cosa menos
seria), la elegía es un subgénero de la poesía lírica que designa por lo
general a todo poema de lamento o poema triste. La actitud elegíaca consiste
en lamentar cualquier cosa que se pierde: la ilusión, la vida, el tiempo, un
ser querido, etcétera. En la película de Isabel Coixet el lamento en
cuestión parece ser el de un hedonista profesor universitario por la vejez y
la pérdida del vigor sexual y, a la larga, el de ese mismo personaje por la
propia incapacidad para apreciar el amor verdadero. Lo que comienza como una
crítica al puritanismo de la sociedad norteamericana deviene pornografía
emocional, y es sabido que hay pocas cosas más conservadoras que la
pornografía, especialmente en su variante softcore, esa que no tiene
los huevos suficientes para mostrarlos sino que sublima la genitalidad. Como
las películas que pasan por The Film Zone a la 1 de la mañana, la de Coixet
es una película en papel ilustración sin seña particular alguna. El suyo es
parte de un cine globalizado que puede suceder en Nueva York, Madrid o
Barrio Norte sin que notemos la diferencia. A punto de estrenarse Vicky
Cristina Barcelona, donde Woody Allen simplifica el concepto de
identidad nacional reduciendo la española a los lugares comunes del macho
latino y la loca sexual, tenemos aquí esta película de la ¿catalana? Coixet
que no resulta ser ni española como ella, ni británica como Ben Kingsley, ni
americana como Roth, ni descendiente de cubanos como nos quieren hacer
suponer que es el personaje que interpreta Penélope Cruz.
Película
internacional, lavada, prolija, elegante y culta, eso sí, no vaya a creer
que la Coixet no conoce a Camus, Barthes, Goya, Velázquez, Tolstoi, North
By Northwest, John Berger y un largo etcétera de citas culturales sin
procesar volcadas sobre la pantalla como si fueran decorados, un mobiliario
intelectual pomposo y vacío puesto allí para impresionar al incauto, hacer
juego con el medio pelo global y pretender para sí una profundidad que, al
fin de cuentas, más abunda en El mundo mágico de Terabithia o en
Hancock que aquí.
La primera mitad del film
se propone en parte como una película erótica, pero con decirles que para
Coixet erotismo es sinónimo de Penélope Cruz tirada desnuda, boca abajo y
con zapatos de tacos altos sobre un sillón mientras Ben Kingsley le toca el
piano en cueros, ya se podrán imaginar la envergadura de la propuesta. Seré
más gráfico: fantaseen (si pueden) con el Gandhi de Attenborough encamado y
tendrán una idea aproximada del potencial estimulante de la película. Que no
contenta con todo ello, más tarde asume el riesgo de alterar el orden
cronológico de los acontecimientos sin conseguir otra cosa que confusión, y
le pone la frutilla al postre con una vuelta de tuerca final que involucra
una teta menos de la Cruz y que los que hayan visto Mi vida sin mí
(aquella película de Coixet con Sarah Polley que estaba bien porque ponía
las cartas sobre la mesa desde un principio, y basaba la puesta en escena en
el seguimiento de la actriz) ya sabrán de qué se trata. La verdad es que
para considerarla una elegía, a La elegida le falta sinceridad,
riesgo, vísceras, carne, desgarro, agonía, todas esas cosas que sí tenía la
que Miguel Hernández, compatriota de Coixet aunque no lo parezca, le
escribió un día a Ramón Sijé, a quien tanto quería: “No perdono a la muerte
enamorada / no perdono a la vida desatenta / no perdono a la tierra ni a la
nada. / En mis manos levanto una tormenta / de piedras, rayos y hachas
estridentes / sedienta de catástrofes y hambrienta. / Quiero escarbar la
tierra con los dientes / quiero apartar la tierra parte / a parte, a
dentelladas secas y calientes. / Quiero minar la tierra hasta encontrarte /
y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte.”
Marcos
Vieytes
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