Se ha dicho
que Embriagado de amor supone un notable giro en la filmografía de
Paul Thomas Anderson, y es cierto. El film que nos ocupa no está
precisamente en las antípodas de sus dos anteriores, Boogie Nights y
Magnolia, pero casi: es mucho más breve, inmensamente más austero en
lo formal, y tiene al actor menos esperado (el cómico de fórmula Adam
Sandler) como protagonista excluyente. En este sentido, la película acredita
el coraje y la audacia de un realizador talentoso que se sale de sus
propios moldes para reinventar su “estilo”, asumiendo todos los riesgos.
Esto no significa que Embriagado de amor le haya salido redonda, que
sea una obra maestra ni mucho menos.
También ha sido
dicho que estamos ante una comedia romántica, pero la verdad es que este
raro experimento está mucho más cerca del thriller, y aun del drama, que de
la comedia. Veamos.
Barry Egan
(Sandler) es una especie de chico con problemas ya bastante entrado en años.
En edad “de merecer”, aunque todo indica que permanece virgen. Trabaja en
un galpón con mostrador en el que vende, o trata de vender, los más
diversos, insólitos y por lo general inservibles artículos. La existencia de
Barry tiene que ver con esos enseres inútiles, toda vez que se lo ve
nervioso, paranoico y alienado. Y a falta de vida social y amorosa, vive de
obsesión en obsesión. Se ha propuesto, por ejemplo, invertir 3 mil dólares
en budines para beneficiarse de una promoción que promete miles de millas en
pasajes aéreos … aunque jamás abordó un avión. Otra cosa que nunca hizo está
detrás de su ¿primer? llamado a una hot line, algo que no le va a
proporcionar placer pero sí complicaciones. Es que la chica del otro lado
del teléfono trabaja para una pequeña mafia, y luego de tomar sus datos se
entregará a una persistente extorsión, plagada de amenazas varias, tendiente
a apoderarse de su dinero.
Las hermanas de
Barry –nada menos que siete– lo presionan para que salga del “cascarón”
invitándolo a eventos sociales y presentándole candidatas. Pero qué va: esas
presiones dominantes justamente parecen estar en la base de su cerrazón, y
las más de las veces acaban desencadenando brutales arrebatos de furia. La
inflexión, la novedad, la posibilidad de corte está asociada a Lena (Emily
Watson), que se aparece un día por el negocio con intenciones de conquistar al protagonista.
La austeridad
formal de Embriagado de amor no debería confundirse con simpleza.
Por el contrario, una suerte de “búsqueda de estilo” (de otro estilo) se
desprende permanentemente de las imágenes. En varios pasajes se diría que la
búsqueda se convierte en encuentro. El hallazgo tiene que ver con una forma
de narrar que impone el suspenso y la incertidumbre, no sólo
respecto de lo que vendrá, sino en relación con lo que está ocurriendo. ¿Por
qué vuelca violentamente ese coche, justo frente a las narices de Barry (quien
permanece impasible, como si nada hubiera sucedido), poco después de
comenzado el film? ¿Qué significa el piano de fuelle que alguien descarga de
un camión, y del que Barry se apodera cual si fuese un valioso fetiche? Las
preguntas las instala el film junto a una buena carga de misterio. Tiene que
ver con las ocurrencias del guión, pero también con un manejo del espacio,
los silencios y los tiempos que no está muy lejos de las últimas aventuras
(siempre también experimentos) de David Lynch.
La diferencia,
y en este caso el problema, es que el misterio de Embriagado de amor
no va in crescendo sino que se subsume, lenta y progresivamente, en
una historia cada vez más dominada por su componente argumental. Y el
argumento no termina de desarrollar sus premisas. En lo que hace
a Barry, poco o nada nuevo se sabrá de los oscuros recovecos de su mente;
sus rarezas y exabruptos, antes bien, dejan más de una vez descolocado
al interés, virtualmente incondicional, que Lena manifiesta por él. Alguien
podría suponer que Lena también tiene sus dobleces, y que estos la
convierten en perfecta alma gemela del protagonista… pero Emily Watson ocupa
poca pantalla, y el film no da mayores pistas al respecto. La sensación que
madura es la de que Lena salva a Barry, o puede ser su salvación… pero esta
no es una idea genial, original, ni del todo sensata.
El thriller
también amaga con levantar vuelo, pero no pasa de una evolución
convencional, condimentada por un par de golpes de puño y una secuencia (muy
redonda, ahí sí) en la que Sandler y Phillip Seymour Hoffman (ya un habitué en los elencos de Anderson) se trenzan en un duelo verbal y
gestual bien subido de tono.
En fin: un
ensayo corajudo, plausible, aunque incompleto y falto de
emociones. Paul Thomas Anderson sigue siendo un cineasta prometedor. Es y
será bienvenido en todos los estilos. Pero que los pula, que les saque
brillo.
Guillermo Ravaschino
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