Los ataques cerebrales son anti-cinematográficos. Simplemente suceden. De un
día para el otro y sin previo aviso. Son el anti-relato. No conocen de
clímax, ni se acomodan a estructuras narrativas. Abruptamente dejan a las
personas sin vida o imposibilitadas en una cama para la mayoría de los actos
físicos. Sin dejarles oportunidad de que se reconcilien con ese familiar que
no ven hace años, de que terminen de construir su casa, de que completen su
novela, o de que viajen a visitar las pirámides. Los dejan sin esa última
historia que contar, sin la posibilidad de cumplir con las deudas y los
sueños de su vida. A comparación de otras maneras de irse del mundo, más
postergadas o más lentas, en un derrame cerebral (como en otros embates
súbitos a la salud humana) no hay nada de épica. Salvo, claro está, en
aquella persona que logra sobrevivir y emprender una recuperación.
He aquí el desafío. Hacer una
película sobre un personaje joven al que una embolia deja postrado en la
cama de un hospital con apenas la mínima capacidad de mover su ojo izquierdo
(y pestañear con él). En un principio, que se extiende a la primera media
hora de película, Julian Schnabel apela a una buena elección: fusionar su
cámara con el único ojo de su cuasi inerte personaje (interpretado
por Mathieu Amalric, el mismo de Reyes y reina y La cuestión
humana) que despierta luego de unos cuantos días de profundo coma.
Cuando él pestañea, la cámara también lo hace. Cuando lagrimea, la lente se
empaña. Pero no son estos recursos formales lo más interesante, sino la
manera en que fluye el relato a partir de esta decisión. Aprovechando muy
bien el fuera de campo y la banda de sonido y haciéndonos sentir como
espectadores el encierro que vive este personaje dentro de esa metafórica
escafandra a la que alude el título y de la cual le es imposible escapar.
Pero luego Schnabel decide
abandonar el punto de vista del ojo de su protagonista, y ahí es cuando se vuelve menos atractiva y,
por supuesto, menos arriesgada la película. A tono con el alegato que iremos
recibiendo (y que nos dice que siempre, pase lo que pase, se puede vivir o
sobrevivir en la imaginación), el cineasta invierte buena parte de lo que
aún resta de metraje en pasearnos por recuerdos, sueños y todo tipo de
pensamientos ocurridos en la cabeza de este personaje. Así es como el film
se convierte en un desfile de imágenes bellas, cautivantes, pero sin peso.
Que le proporcionan al director la oportunidad, que tenía vedada en un
principio, de volver a desplegar una imaginería visual ya presente en sus
trabajos anteriores: Basquiat y Antes que anochezca. Y tal
como ocurría también con el reciente thriller Bajo anestesia –otra de
protagonista postrado– esto también le da la excusa para arbitrariedades
diversas y para manipular las emociones del espectador a su antojo y sin
ataduras. Lo que indefectiblemente termina jugándole en contra.
De cualquier manera hay en La
escafandra y la mariposa momentos de una emotividad lograda y genuina
que no llega a ser demasiado lastimera ni a abusar del golpe bajo. Como ése
en que el protagonista, un ateo estoico, se enfrenta a la religiosidad al
observar la figura incandescente de una virgen a través de una vidriera. O
ese otro en que él mismo se comunica esforzadamente por teléfono con su
padre (encarnado por un desgarrador Max Von Sydow). Pero tal vez la mejor
escena de toda la película es, justamente, la que nos muestra el instante en
que este protagonista sufre el ataque cerebral arriba de su auto y en
compañía de su hijo. Porque es la que muestra la manera banal, estúpida y
hasta ridícula en que muchas veces se nos presenta la muerte. Solo
dejándonos –como alguna vez lo plantearon Bioy y Borges– la posibilidad de
elegir en nuestra imaginación como queremos partir.
Juan Schmidt
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