Los excéntricos Tenembaum es una comedia dramática inusual; una
mezcla original de ingredientes más o menos conocidos.Cuenta la historia
de la familia Tenembaum, pero se concentra en una especie de tensión:
la establecida entre el padre, llamado Royal, y el resto de los miembros del
grupo. Porque el film de Wes Anderson (Rushmore)
disecciona un vínculo, pero también las influencias recíprocas que se
producen entre ese hombre y sus seres próximos a través de los años. En este
sentido, cabe rescatar el título original, The Royal Tenembaums, que
equivale a decir "Los Fulano de Tal". Este es un hombre poderosamente
determinante y, cuando cambia, los otros cambian con él. Pero... ¿cambia
realmente Royal? O en todo caso: ¿cuándo es qué cambia, y por qué?
La película está narrada en forma de capítulos, cual si recrease los
episodios contenidos en un libro dedicado a la saga familiar. La
introducción nos pinta claramente a Royal (Gene Hackman) como un marido y
–en especial– un padre absolutamente desastroso. Siempre que puede se
borra y, cuando no, dice presente para subestimar o despreciar, mediante
exigencias mayúsculas, cualquier iniciativa de sus descendientes. Si una
palabra definiera a Royal esa sería estafador... tanto en lo afectivo
como en lo económico. Cabe apuntar ya mismo que los personajes están
sólidamente definidos a partir del siguiente criterio: exageran los rasgos
de personas que, más o menos descaricaturizadas, encontramos de a
montones en el mundo real. De aquí provienen las risas y, cuando las cosas
se ponen serias, de aquí proviene la emoción.
Los hijos son Margot (adoptada ella, interpretada por Gwyneth Paltrow),
Chas (Ben Stiller) y Richie (Luke Wilson); la esposa es Etheline (Anjelica
Huston). Para que se den una idea: siempre que presenta a Margot ante algún
extraño, Royal antepone "mi hija adoptada"; cierta vez, jugando a la guerra con sus
hijos pequeños, se le ocurrió imprimir realismo al simulacro perforando la
mano de Chas con una bala de aire comprimido... ¡y eso que eran del mismo
bando! Y así. Quiso el destino que esta influencia se tradujese en vidas más
o menos infelices o frustradas... y excentricidades varias. Chas, ya de muy
chico, hizo fortuna como gurú de las finanzas; Margot escribió soberbias
piezas teatrales mientras le duró la inspiración; Richie fue capo del
tenis hasta que un día, despechado por el casamiento de su hermana adoptiva
(a la que en secreto amaba), se pinchó.
La inflexión, que es el motor del drama, se produce cuando Royal, hace ya
tiempo separado de su esposa, finge un cáncer terminal para conmoverla y
metérsele en la casa. Le quedan seis días, dice, y los pasará bajo su techo.
Diversas circunstancias hacen que los hijos y el maduro pretendiente de la
señora Tenembaum (Danny Glover) también confluyan en el inmueble. La
unidad espacial, pues, se perfila como el terreno perfecto para que las
furias y reproches fluyan, cosa que harán con profusión. También será el
epicentro de unos cuantos replanteos obligados y, en esa medida, el sustrato del contradictorio –nunca lineal– renacimiento de
varias
almas.
No cuento más, sería interesante que la vieran. Digo sí que es una
película típicamente de guión, y más que guión de libreto. Ahí está
esencialmente el collage, ahí están otros puntos de inflexión, ahí están las
bases de un interesante despliegue actoral (enriquecido por sutilezas,
matices), ahí están los aciertos. No busquen mucho por otro lado, porque no
lo van a encontrar.
Cabe destacar
la notable cruza de texturas que concreta Anderson. Algo del genial
Lester Burnham (Kevin Spacey) de Belleza americana renace en Royal, mientras que numerosas líneas de diálogo evocan las de Woody Allen. Otras
instancias, ciertamente más disparatadas, y aun surrealistas, recuerdan a
El milagro de P. Tinto (Javier Fesser, 1999), aunque acá están muchísimo
más contextuadas. No es que Anderson copie a nadie; soy yo que cito para
hacerme entender. Este realizador parece dueño de una voz propia que,
intuyo, aún no ha dado sus mejores frutos.
El cinismo, que no podía estar ausente en un retrato de familia americano
que se precie, no llega al extremo de –por caso– Felicidad (Todd
Solondz, 1998) sino que es justo, matizado y, por lo tanto, digerible. Aguda
y ácida, pero también piadosa, optimista al fin, es la mirada de Anderson. Y
está bien que así sea.
Las actuaciones son un plato fuerte, ya que la naturaleza del proyecto,
densamente dialogado, dejó mucho campo para la elaboración de cada cual. Y
aprueban todos, aunque muy especialmente Hackman, que vuelve a brillar como
uno de los mejores (¿diez, quince?) intérpretes del cine contemporáneo.
Guillermo Ravaschino