Curioso fenómeno el de Los expedientes X. Escrita y
producida por Chris Carter, debutó como serie el 10 de septiembre de 1993 en la
televisión estadounidense para ascender de manera inédita, hasta consagrarse como el
objeto de culto audiovisual más extendido de la década. Cinco temporadas le bastaron
para reclutar millones de fanáticos que, en cada rincón del planeta, no se perdieron
ningún episodio de la saga en que Fox Mulder y Dana Scully procuran resolver casos imposibles,
generalmente vinculados con la presencia o interferencia de extraterrestres. Es evidente
que semejante furor global no pudo haber sido desatado por la vertiente alienígena de la
serie. Tiene que haber "algo más".
Y lo hay sin duda. Mulder (David
Duchovny) y Scully (Gillian Anderson) son algo así como agentes desclasados del FBI. Más
que miembros, parecen víctimas de la burocracia de los federales, una de las pocas
instituciones que, paradójicamente, todavía gozan de un halo de pureza en la mayor parte
de los relatos cinematográficos. Pero aquí es tan oscura y encubridora que el incansable
combate de los protagonistas no los enfrenta tanto con los marcianos como con la trama
secreta, agobiante, que se cuece en las altas esferas del FBI. Y del gobierno. Mulder y
Scully, como el "espectador común", creen que el poder real tiene poca
relación con las fachadas democráticas. Desconfían de las versiones oficiales. Están
abrumados por el estrés laboral. Si algo faltaba, no terminan de hallar la explicación
de los misterios que los desvelan. No es aventurado intuir poderosos vasos comunicantes
entre los X-Files e I... como Icaro, el más grande clásico de las razones
de Estado, que filmó Henri Verneuil en 1979. O con las más tristemente célebres
operaciones políticas, como el caso Watergate (y por qué no, aunque en menor medida, con
la hipocresía del affair Lewinsky) y, finalmente, con el "poder detrás del
poder" encarnado por empresarios y uniformados alrededor del mundo.
Este es el marco que retoma el film.
Que, por otra parte, ha sido escrito para autocontenerse, es decir para que cualquiera,
familiarizado o no con la serie, pueda seguirle el hilo sin perder pie. El argumento no es
nada del otro mundo. A saber: hace 35 mil años los alienígenas aterrizaron. Y
nunca se fueron del todo. Dejaron vida latente, o larvas, dispuestas a resurgir siempre
que un cuerpo humano les sirva de continente, para usurparlo y regenerarse como especie. Y
hay una suerte de "día D", que organizan a toda máquina los extraterrestres
junto a sus aliados humanos: tendrá ocasión en alguna jornada de 1998... siempre
que Scully y Mulder lo permitan. Como se ve, una trama deudora por varias puntas, desde
los Body Snatchers hasta buena parte de las recordadas crónicas marcianas
que dio el cine de los años 50.
Pero el acento no está puesto allí.
El director Rob Bowman (que lo fue de muchos capítulos televisivos) prefirió cargar las
tintas en los climas. Sabe filmar casi nunca le sobra ni le falta un plano y
logra mantener la historia en movimiento permanente. Esto incluye una traslación
geográfica capaz de llevar al dúo de Texas a Washington, y de allí hacia una base
perdida en la Antártida, en la que pasan un ajetreado fin de semana relámpago. Los
personajes secundarios son lo que deben ser: criaturas creíbles y al mismo tiempo
vehículos de información puntual necesaria para el avance del relato. Martin Landau
(extraordinario como siempre) es el escritor mercachifle que le revela a Mulder la punta
del ovillo. William B. Davis vuelve a encender un cigarro Morley cada vez que aparece en
escena (en Internet se hizo famoso como "The Cancer Man") y es la mejor versión
del burócrata que esconde datos esenciales. Y Mitch Pileggi, en la piel de Skinner,
retoma a ese jefe pacato pero a la vez confiable que paseó por la pantallita. Dos viejos
pesos pesados (el alemán Armin Mueller-Stahl y el shakespeareano John Neville)
encabezan El Sindicato, la pata humana de la colonización E.T.: los planes que trama este
grupo de gerontes nunca están del todo claros, y da la sensación de que podría
habérselos suprimido, o reemplazado por otro mecanismo, en beneficio de la narración.
David Duchovny y Gillian Anderson
vuelven a hacerse cargo de Mulder y Scully con la misma prestancia que lucieron por TV. Su
romance plátonico tiene continuación aquí. También "justificación
dramática": si no consuman es porque subliman todo, hasta el amor, en el
compromiso laboral. Un beso apasionado ¿se lo darán? es coronado con uno de
los pocos toques de humor que se permitió Bowman. Otro tiene lugar cuando Mulder deja un
boliche para orinar... y elige a un afiche de Día de la Independencia como blanco.
La metáfora no está mal. Los expedientes X esquivan las explosiones, los fuegos
fatuos del chauvinismo y las explicaciones fáciles con las que Súper Hollywood siempre
encabeza su menú.
Guillermo Ravaschino |