Cito a Lisandro
Alonso: “¿Por qué filmar esta película en este edificio? Porque no existe
otro con las mismas características”. La película en cuestión es Fantasma,
el tercer largometraje (dura apenas 63 minutos) del director de La
libertad y Los muertos, y el edificio es el del Centro Cultural
San Martín que se encuentra a unas pocas cuadras del Obelisco. Los cinéfilos
ya estarán pensando en una sola cosa: la sala de cine Leopoldo Lugones
situada en el décimo piso de dicho edificio. Los que amamos el cine hemos
pasado buena parte de nuestra vida allí viendo esas películas que nunca más
volveríamos a ver o aquellas que habían visto y emocionado a nuestros
mayores. Por lo que esa sala forma parte de nuestra historia íntima,
familiar y emotiva (mi primera vez allí fue con Suspicion, de
Hitchcock). Pero Fantasma no evoca los recuerdos cinéfilos de Alonso
o de algún personaje en particular, porque nunca pretende ser una especie de
Cinema Paradiso nacional ni nada que se le parezca. La nostalgia es
ajena al cine de Alonso o, si tiene lugar, ocurre a nivel formal y sin la
más mínima cuota de sentimentalismo.
Es
cierto que la sala Lugones y la proyección de una película (la mencionada
Los muertos, con Argentino Vargas como protagonista) constituyen el
centro de ese laberinto arquitectónico por el que deambulan, en esta
película, los protagonistas de sus dos largometrajes anteriores. Pues bien:
como esos personajes y también forzosamente los hombres que los encarnaron
(dado que no se trata de actores profesionales) estaban ajenos al mundo de
la cultura y desconocían Buenos Aires, Fantasma es la relación del
contacto que ellos toman con el lugar físico, no mediado por
intelectualización alguna con él, que recorren y van reconociendo a lo largo
de un día. De la mano de Misael Saavedra (el hachero de La libertad)
y Argentino Vargas subimos y bajamos por ascensores y escaleras, transitamos
pasillos y vamos al baño como cualquiera de nosotros ha podido hacerlo, pero
con una extrañeza y libertad que ya no nos es posible compartir. Para ellos
el Complejo San Martín no es otra cosa que un lugar cuyo sentido está dado
por el funcionamiento material de las cosas que allí se encuentran y no por
el contenido cultural que alberga. Lo mismo pasa con un tercer personaje,
posiblemente funcionario de la institución, que va por el teatro con una
libretita escuchando los ruidos de la sala de proyección, revisando cañerías
y apuntando las que suponemos serán anotaciones sobre reparaciones a
efectuarse o detalles sobre el desenvolvimiento de las actividades.
Esa
atención minuciosa que ponen en saber cómo funcionan las cosas (Misael
Saavedra abriendo varias veces la puerta de un baño para observar el
mecanismo de las bisagras) me hace pensar en el cine mismo de Alonso, cuya
hipnótica puesta en escena denota la preocupación del cineasta por conocer y
manejar todos los elementos del cine. Esa exploración formal aquí no se
detiene y asistimos, desde el principio, a un ejercicio por momentos
fascinante. El uso de la banda sonora, la pantalla en negro durante largos
segundos que la resalta y nos conecta con la sala en la que estamos y con la
de la ficción, y el juego de espejos potenciado por los movimientos de
cámara en la secuencia de los camerinos son algunos de los mejores momentos
de la película, además del excéntrico personaje del acomodador que no deja
de mirar a Argentino Vargas, de uno y del otro lado de la pantalla, como si
hubiera visto a un verdadero fantasma.
Vuelvo a
citar al director: “Por mi parte, yo estoy tratando de encontrar escenarios
diferentes a los que ya vengo trabajando. Investigar algo nuevo. Buscar otro
riesgo estético y cinematográfico sin lo cual para mí es imposible disfrutar
del cine, sin lo cual es imposible concebir nuevas imágenes. Sólo trato de
realizar esta película para encontrar otras zonas diferentes a las que ya he
trabajado y conozco, para continuar filmando sin repetir una fórmula. Y
considero a este trabajo el paso o puente a Liverpool, mi próxima
película”. Investigar, buscar, tratar, continuar sin repetir, son algunos de
los verbos en infinitivo de aquel párrafo, que nos permiten comprender la
naturaleza de esta película, los límites que su naturaleza de puente le
confiere. Pero como esta película-puente ha de conectar un punto inicial que
ya conocemos (La libertad, Los muertos) con otro que todavía
no (la anunciada Liverpool), esta parcial ignorancia puede exasperar
a los impacientes. Lo incompleto y lo incierto no son características ajenas
a Fantasma, y no nos queda otra que aceptarlas. Un puente siempre nos
parecerá extraño si sólo estamos acostumbrados a verlo como un medio para un
fin y de repente nos proponen concentrarnos en él en tanto objeto.
Desligado, abstraído de su función, no nos queda otra que reparar en su
estructura y características propias. Lo mismo nos propone hacer Alonso con
el cine en Fantasma: superar, o al menos suspender esa primera noción
según la cual una película es la portadora de información y emociones
mediante unas fórmulas dramáticas convencionales, para descifrar el
mismísimo lenguaje del cine y ver de qué manera funcionan todas y cada una
de las partes que lo constituyen.
Sin la
pretensión de darnos mensajes definitivos ni el anhelo de encontrar en los
espectadores respuestas emocionales cristalizadas, Lisandro Alonso nos
propone derivar como Argentino Vargas en la secuencia de la canoa por el río
de Los muertos, que volvemos a ver en Fantasma mientras el
mismo Vargas la mira (y se mira) sentado en una sala de cine que es la misma
sala en la que estamos nosotros y otra distinta a la vez. El repaso de esa
secuencia, para los que ya hemos visto Los muertos, nos hace pensar
menos en aquella película que en nosotros en tanto espectadores de ella, en
las circunstancias que nos rodeaban cuando su visión, y en el devenir de
nuestras propias vidas desde entonces. De ese juego de espejos propuesto por
Fantasma surgen las más sugestivas reflexiones, siempre a través de
la forma y nunca verbales, de una película cuya identidad parece tan irreal
como la del edificio que mira la cámara de Alonso y como la de cada uno de
nosotros toda vez que el tránsito cotidiano se detiene y nos quedamos por un
rato, ya vacíos de costumbres, completamente solos.
Marcos Vieytes
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