Alejandro (Gabriel
“Vicentico” Fernández Capello) está como el remise que maneja:
viejo, destartalado, disminuido. Alejandro es su auto (o por lo menos
su reflejo) y los dos la están pasando más o menos mal. Los años no vienen
solos (como le explica bastante gráficamente el médico) y en su vida estancada, las personas, los animales y los objetos pasan a ocupar
prácticamente un mismo lugar. Termina con su novia, le encajan y des-encajan
un perro, se desvive por tratar de descifrar lo que le dice su vehículo.
Sufre de insomnio, baila, es.
En Los
guantes mágicos la historia no crece o avanza demasiado hacia ningún
lado. En el tercer largometraje de Martín Rejtman tampoco hay grandes
tensiones, conflictos o revelaciones. Simplemente ofrece personajes y
situaciones que conforman una atmósfera, un clima.
Como en El
dinero de Bresson (director del que Rejtman toma, además, el modelo de
actuación antiteatral), un golpe de azar casi al principio del film
desencadena el relato. Desde que Alejandro conoce a Piraña en la primera
escena, van a ir entrando y saliendo personajes de la historia. Criaturas
aparentemente disímiles, pero atravesadas todas por una misma tristeza y
soledad. Personajes que se multiplican a un ritmo vertiginoso y que terminan
conformando una suerte de familia alternativa. La comida multitudinaria en
lo de Piraña, que involucra a casi todas esas almas, es el punto de
inflexión de la película, el centro simétrico. Hasta ahí, los personajes se
acumulan. Y a partir de ahí, irán desapareciendo, haciéndose aire hasta
dejar a Alejandro solo. La retórica narrativa de Rejtman es extraña; se basa
fuertemente en la enumeración de situaciones.
El universo de
Los guantes mágicos incluye y trasciende el de los dos films
anteriores de este cineasta. De Silvia Prieto (1998), Rejtman retoma
mucho: el talento para hilar y construir personajes y situaciones (sólo que
esta vez son más y mejores), la solidez en su caracterización (con dos o
tres frases los personajes ya quedan definidos), el tono asexuado del
relato, la voz en off, la jerarquización del azar por encima de las
motivaciones explícitas. De Rapado (1991), bastante menos: la apuesta
por la imagen más bien estática, la relación entre los respectivos
personajes principales y sus vehículos, algún plano fijo contemplativo
(ellos viendo llegar el barco, el auto a la venta). Y lo que ya es una
constante en su cine: los personajes por encima de las ideas, y las
situaciones y el tono por encima de las explicaciones.
Está vez,
además, Rejtman incorpora a su universo el montaje acelerado (utilizado para
generar humor algunas veces y para equiparar o contrastar personajes otras),
algunas elipsis más acentuadas (la construcción temporal es mucho más
ambiciosa que en sus otras películas) y un guión que crece sobre sí mismo,
exacerbando, cruzando y repitiendo cuatro o cinco cuestiones.
La película le
huye radicalmente a la solemnidad. Desecha tonos graves en favor de uno
ligero, del que se desprenden momentos absolutamente distendidos y
humorísticos. El director tampoco fuerza o empuja la nostalgia; simplemente
deja que se filtre. Rejtman inventa su humor con el mismo material con el
que casi todos moldean lamentos obvios y reflexiones sombrías sobre
el-estado-de-las-cosas. El humor antiefectista de Los Guantes Mágicos busca
más la sonrisa triste que la carcajada. Si bien hay momentos directamente
graciosos, en general el humor atraviesa la narración como por arriba,
salpicando las situaciones sin robarle nunca el centro a los protagonistas
(de hecho, termina redimensionándolos). Casi nunca utiliza la mecánica del
gag o del chiste con remate. Lo gracioso nace, y crece, de ruiditos o
presuntos ruiditos, de conversaciones que se disparan para cualquier lado,
de consideraciones y recomendaciones que se dicen como al pasar y que
terminan por dictar el curso de las cosas, de soluciones que no funcionan y
–en menor medida– de imágenes meramente divertidas (como el gordo Vicentico
haciendo abdominales). A fuerza de repetir y repetir banalidades y lugares
comunes, Rejtman termina concediéndole a la “nada” la importancia
fundamental que pocos le asignan. (El bonus track: la inclusión de la
palabra “frescolari” en uno de los momentos más desoladores del film… todo
un hallazgo.)
Hay una metáfora
visual en Los guantes mágicos que “explica” la idea de este
registro de la nada. La cámara recorre una ruta durante un par de
minutos; el camino tiene altibajos, es marcadamente zigzagueante y atraviesa
una selva. Esta escena, equiparable al videogame de la moto en Rapado,
funciona como espejo de los recorridos de los personajes, siempre hacia
adelante, con vaivenes y altibajos. Quizás el cineasta tenga razón y la vida
sea sólo eso: avanzar sin detenerse nunca, sin saber desde dónde o hacia
dónde vamos.
En todo caso, es
bueno que haya siempre un Rejtman para mostrarnos la ruta vacía, las
curvas y los vaivenes… sin explicar, juzgar ni predicar.
Es raro que una
película que saca a relucir tanta melancolía y amargura transmita, a la vez,
tanta felicidad. El año pasado ocurrió con El hombre sin pasado;
éste, con Los guantes mágicos.
Ezequiel Schmoller
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