Giovanni en un teléfono público. Marca un
número, temblando. Espera. Alguien atiende del otro lado y él anticipa con
el rostro lo que va a decir. Pero la idea no se convierte en voz. No puede
pronunciar esas palabras, comunicar esa noticia, formalizar lo indecible.
¿Cómo matar de esa forma a su hijo? ¿Con qué fuerzas aceptar
que nunca más correrán juntos? Comenzar a despedirse es lo que vendrá
después. Primero furia, rabia; después lo peor y lo que más teme: la
separación, esa separación, y la ausencia. Sueños desvanecidos. La
impasibilidad del mundo. El rostro desencajado de Giovanni (Nanni Moretti)
nos hace compartir su pérdida.Volver atrás y preguntarse por qué, por
qué... por qué. Analizar cada detalle. Recordar lo que estaba haciendo
exactamente en ese momento. La impotencia de no poder volver atrás, de no
poder rehacer el pasado. La certeza de la muerte y la cercanía, aún, del
hijo. Poder sentir su olor, su cuerpo, su sonrisa. La crueldad de lo
inexplicable.
Moretti es melancolía, es fragilidad. Es no creer en Dios: la
incertidumbre de un vacío que se impone antes y después de nuestra
existencia, brindando intensidad pero también angustia y desamparo a quienes
la transitan.
En medio del dolor, también aflora el odio. Y a ese odio Giovanni, que es
psicoanalista, lo focaliza en un paciente al que, indirectamente, considera
responsable de la muerte de su hijo. Lo odia con todo el cuerpo y los
sentidos. No puede ver en él más que lo arrancado de su vida, para siempre,
como un pedazo de carne. El deseo de venganza y la repulsión –guaridas de la
culpa y el remordimiento– lo obligan a realizar un importante giro
profesional.
Y el amor… Una carta casi mágica revela un amor perdido, una caricia. Ese
cuerpo, que quería ser modelado y proyectado a gusto por sus padres, también
podía ser pasión, ternura y objeto de deseo. Fragmentos de vida que el mundo
se perdió. Amor sin dar, lágrimas sin correr; mimos que se perdieron los
hijos que nunca alcanzará a tener.
Esa carta casi mágica, o providencial, se materializa en una chica, que
renueva la esperanza de prolongar la presencia de aquel niño en otro –por qué
no– toque de varita. Juntos delinean un nuevo camino que les hace sentir,
aun en el dolor, que la historia sigue. El encuentro los acercó a su
recuerdo y también entre ellos, que se sentían muertos en vida. El amor
eriza la piel.
Y hay mucha vida por vivir todavía.