es el segundo largometraje de Juan José Campanella rodado en la
Argentina. El primero fue El mismo amor, la misma lluvia, unánimemente
consagrado por la crítica aunque a mí –qué voy a hacer– me dejó el
sabor amargo de esas producciones que impactan desde lo formal y
traicionan, o trampean, en el plano ideológico. La primera media hora de
esta nueva película tiende a profundizar esa sensación. Lo que viene
después, en cambio, la mejora muchísimo. Ya debo decir que El hijo de
la novia es muy superior a El mismo amor, la misma lluvia.
También es más profesional, y esto no sólo abarca las
cuestiones puramente técnicas (iluminación, sonido, puesta en escena)
sino también las que podríamos denominar técnico-artísticas. El
guión, coescrito por Campanella y Fernando Castets, es el fruto de un
trabajo minucioso, encarado muy a la estadounidense: cada línea de
diálogo, por pequeña que fuere, está puesta al servicio de la
estructura general del relato; cada cosa que se dice siempre informa
acerca del perfil, las intenciones y las perspectivas de alguno de los
personajes.
El problema de la primera media hora es que amontona demasiada
información, que gran parte de esa información es redundante y que, al
mismo tiempo, está innecesariamente subrayada. Está muy bien que se nos
haga saber que Rafael (Ricardo Darín, algo así como "el actor del
cine argentino del momento") es un tipo de 42 años, divorciado,
padre de una niña, dueño y administrador de un pequeño restorán paquete
con el que ha acumulado cierto dinero aunque, también, altísimas dosis
de estrés. Uno de esos tipos que le quitan atención a lo importante (su
hija, su novia... sus padres) en favor de lo urgente (su negocio). No está
mal que, con el mismo fin, a Darín lo veamos interrumpiendo los rituales
más nobles de la vida cotidiana, como conversaciones familiares y actos
amorosos, para atender a deudores, acreedores y proveedores en su
teléfono celular. Pero esto ocurre tantas veces que a uno le
entran ganas de increpar al director: "sí, ya entendí que Rafael
es un neurótico de aquellos... ¿y ahora qué sigue?". Por otro
lado, este estilo machacón degrada el flujo y la verosimilitud de
la historia en aras de la evidencia de aquella minuciosa elaboración a la
que aludí más arriba. Una de cuyas condiciones debería ser, precisamente, la de
pasar inadvertida. No menos irritantes resultan los primeros planos de los
interlocutores de Rafael (padre, hija, novia, etc.), que procuran, con
idéntica grosería, asumir y reflejar las reacciones del público
bienpensante. De la música, mejor ni hablar.
Tarde, pero no tanto, la historia se pone en movimiento. Y no es que
depare enormes sorpresas (justamente el planteamiento, por ser tan
subrayado, obtura esa posibilidad) sino que se mueve bien. Gana en
inteligencia y, especialmente, en humor. Voy a ser más específico: los
problemas del comienzo también tenían que ver con que todo giraba en
torno de Rafael, a tal punto que el resto de los personajes no eran más
que excusas para que se dibujase nítido, ahí en el centro, el protagonista.
Pero después empiezan a cobrar vida propia. Y cuando los personajes
empiezan a cobrar vida, los actores empiezan a tener la ocasión de
emocionar. No estamos hablando de actores del montón, sino de Héctor
Alterio (como el padre de Rafael) y de Norma Aleandro (como su madre).
Bueno: lo de Alterio es tan extraordinario que llega a salvar, él solito,
unos cuantos tramos de la historia.
Hablando de historia, el hilo está dado por la decisión de
Nino (Alterio) de darle a Norma (Aleandro) el único gusto que le
retaceó: desposarla de punta en blanco, y por iglesia. Téngase en cuenta
que estos dos llevan más de 40 años civilmente casados, y que Norma
padece una versión muy avanzada del Mal de Alzheimer que la tiene
postrada en un geriátrico. Buena parte del humor la tiene por
protagonista: Norma no sólo no es consciente de muchas cosas y ha
olvidado tantas otras; también carece de inhibiciones, lo que le permite
despacharse con las frases más desopilantes del libreto.
La producción del casamiento religioso será el catalizador de
la evolución de Rafael, que seguirá siendo el personaje principal, claro
que ahora como una pieza más en un conjunto mucho más armónico. En este
sentido hay que apuntar la presencia de Eduardo Blanco como ese amigo del
secundario –otro catalizador– de Rafael que reaparece cuando menos se
lo esperaba, y de Natalia (Natalia Verbeke) y de Sandra (Claudia Fontán)
en los respectivos roles de su novia y ex mujer. Con Blanco y Verbeke
ocurre lo mismo que con el film todo: insoportables al comienzo (uno por
artificioso y payasesco; la otra por pavota), cobran intensidad y
sensibilidad hasta tornarse queribles. Fontán, por el contrario, jamás
resulta insoportable. Y llega a hacerse más querible que los otros dos.
Pero insisto: el gran salvavidas es el humor. Y el humor, se sabe, lo
relativiza todo. Esto es clave porque un argumento como el que nos ocupa no hubiera podido sostenerse si el film se tomaba
a sí mismo
demasiado en serio (en dicho caso le hubiera cabido el mote de reaccionario
que algunos, más que apurados, le adjudicaron de cualquier modo). Por cierto que acá la cosa también viene matizada, ya que hay
tantos, pero tantos chistes que no todos podían ser buenos, ni oportunos.
Muchos, los que sí lo son, imprimen el empujón definitivo. Esto también
lleva su tiempo, pero lo importante es que el film consigue ponerse
plenamente en marcha unos cuantos minutos antes del final. Los suficientes
como para que nadie deba sentirse arrepentido de haber pagado su entrada.