Paul Verhoeven, el holandés que dirigió obras tan disímiles (aunque en
promedio tan valiosas) como El vengador del futuro, Showgirls,
El cuarto hombre, Bajos instintos e Invasión, acaba de
sumarse a la lista de cineastas que pusieron el talento a un costado para
estampar su firma en superproducciones deplorables. No es cuestión de
acusarlo ni de gritar cual damisela horrorizada que "se vendió"
a Hollywood por chirolas. Primero, porque no son chirolas, y uno siempre
espera que las grandes sumas que esta gente tiene por cachet les sean
útiles después, para filmar lo que a ellos (y a nosotros) interesa.
Segundo, porque si cualquiera tiene derecho a hacer de su
culo un florero, cómo no va a tenerlo para hacer lo propio con su
talento. No. De lo que sí se trata es de registrar una tendencia. Que no es
nueva, pero se ha acentuado de manera inédita en el último tramo del siglo
pasado (el veinte) y se prolonga en este. Ridley Scott, Brian De
Palma, Roman Polanski, William Friedkin nunca habían caído tan bajo como
en los últimos meses. Evidentemente, cada día se hace más difícil
resistir las ofertas de las corporaciones (¡no sólo
cinematográficas!). Y es triste.
Ahora es el momento de decir que El
hombre sin sombra no es mala de punta a punta, sino algo peor: arranca de
manera más o menos inquietante, gracias a algunas de las buenas viejas
mañas de Verhoeven, y cuando uno se entusiasma un poco empieza a descender
violentamente hacia los bajos fondos, hacia las recetas y los tics
más irritantes de la gran industria, en los que termina hundiéndose.
La anécdota vuelve a ser la de un
científico que descubre la fórmula para ir y volver de la invisibilidad.
Luego de probarla exitosamente en simios, y a escondidas del Pentágono (que
financia el proyecto), el conspicuo doctor Sebastian Caine (Kevin Bacon)
decide convertirse él mismo en conejillo de Indias. Se inocula el líquido
azul, tornándose invisible, y la cosa marcha más o menos bien. Lo que
falla es el líquido naranja, que le inyectan tres días después para
regresarlo a la normalidad. Con el correr de los días Caine, el invisible,
se pondrá cada vez más violento e incontrolable.
Por un rato, los efectos especiales se
dan la mano con la proverbial destreza de Verhoeven para crispar
a la platea a partir de secuencias más o menos convencionales. Las primeras
transiciones hacia y desde la invisibilidad le deben tanto a los efectos
generados por computadora como a la tensión dramática. Las segundas no le
deben tanto a la tensión dramática. Las terceras menos.
Las cuartas, ni les cuento.
Una de las cosas que verdaderamente
irritan es la grosera mutación de Caine (noten cuán cerca de Caín...), cuya agresividad nunca superaba
el nivel de la pedantería, o en todo caso omnipotencia, de tantos egresados
de Harvard (en lugar del clásico ¡Eureka!, por ejemplo, a poco de empezar
le oímos: I'm a fucking Genius!). Pues bien: en cuestión de minutos este
tipo quedará transformado en la criatura más abyecta del Universo. Uno se
pregunta por qué, y lo único que tiene a mano es el precedente de una mona
que se había puesto fastidiosa por causa del mismo líquido azul. Pero Caine
no sólo se pone odioso y malo sino muy idiota, saboteando desde el vamos
cualquier perspectiva de colaboración con el resto de su equipo. ¿Será
que la droga de la invisibilidad es también la de la imbecilidad?
En el mentado equipo figura Linda
(nada menos que Elizabeth Shue, la de Adiós a Las Vegas), quien supo
ser novia de Caine hasta que se cansó de su egocentrismo, o de su egoísmo
(no vamos a hilar más fino que la superproducción) y ahora sale en
secreto con otro del dream team científico. Claro que el invisible
todavía la codicia, lo que significa que también habrá problemas por ese
lado. Toda esta subtrama resulta tan torpe y explícita que ya no remite a
Hollywood sino a ciertos culebrones latinoamericanos.
Lo peor no ha sido dicho, y es que
mucho antes del final los ya muy degradados elementos del
relato confluyen en la muletilla más perversa y gastada de todas: la
cacería del malo por los buenos, con las espantosas
instancias que le son propias. A saber: el malo se sale con la suya una,
otra y otra vez, hasta que los buenos (o los que quedan de ellos) empiezan a
remontar la cuesta. Sépase que este tramo es insultantemente previsible.
Y largo. Tanto que incluye cadáveres que respiran, personajes
aparentemente lúcidos que conversan a otros que están desmayados, cretinos
que no acaban de morir (porque los héroes se "olvidaron" de
rematarlos) y contendientes que se insultan como colegiales mientras pelean. ¡Ay!
Guillermo Ravaschino
|