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SHOWGIRLS

Estados Unidos, 1995


Dirigida por
Paul Verhoeven, con Elizabeth Berkley, Gina Gershon, Glenn Plummer, Alan Rachins, Robert Davi.



¿Cómo hace una película para ganar fama, a pocos meses de su rodaje, como "una de las diez peores de la historia" para el 99 por ciento de la crítica yanqui? No es necesario que sea mala, o muy mala –la mayor parte de esa crítica está acostumbrada a sacarse el sombrero ante horrendos bodrios–, pero tiene que confrontar sí o sí con la pacatería de esa entidad virtual denominada "ciudadano estadounidense promedio", acaso una categoría tan persistente y sólida (es decir, deletérea) como el american way of life. Esta es la base del fenómeno Showgirls, un fenómeno que no sólo ha ido mucho más allá del hecho cinematográfico sino que ha contribuido, siempre en aquel país, a enturbiar el análisis cinematográfico de la película que nos ocupa.

Dígase para comenzar que Showgirls no está, para nada, entre las peores diez.. Sí se cuenta, en cambio, entre los pocos films de la "clase A" en los que no se intenta camuflar de "arte erótico" a los desnudos, en los que los personajes siempre dicen "coger" –versión argentina de follar (hasta donde sé, ¡jua!)– para referirse al acto sexual y en los que se ponen en escena actos sexuales que se ajustan, más o menos aproximadamente, a los que podrían acontecer en determinadas circunstancias de la vida real. Estos méritos "por omisión" no alcanzan para consagrar a Showgirls, pero sobran para desacreditar a sus escandalizados detractores. Hollywood, la gigantesca fábrica de realismo que invierte millones de dólares y meses de investigación para la "verosimilitud" de las más insólitas situaciones y personajes, continúa esquivando al realismo como a la peste a la hora de retratar la sexualidad. Hollywood tiene sus amanuenses. La llana naturalidad de Showgirls quizá sea lo que más los fastidió.

La película del holandés Paul Verhoeven (nuevamente aliado con Joe Eszterhas, quien había sido su guionista en Bajos instintos) también debe registrar uno de los más poblados desfiles de tetas en la historia de la pantalla. Pero eso ya entronca con la trama, que tiene en los camarines de pequeños y grandes teatros de Las Vegas a uno de sus escenarios excluyentes. Nomi Malone ha llegado hasta allí con el sueño de convertirse en la estrella de algún despliegue coreográfico despampanante. Pero el camino es largo, y empieza a recorrerlo en el Cheetah, un boliche de medio pelo, haciendo lap dance, ese baile privado y caliente que linda (¿o no linda?) con la prostitución. Por aquí asoma otro rasgo incómodo de la película: Nomi siempre se niega a asociar lo suyo con el oficio de las putas, al que el film la acercará más y más en la medida en que su ascenso, imparable, le permita dejar el lap para convertirse en diva del Stardust, uno de los más rutilantes tablados de la ciudad. Sube su cachet, se refinan el entorno y los tratos, todo es más tácito... pero ni ella sabe cuál es la proporción de amor y codicia que la ha metido en la cama de Zack, su gerente artístico. La de una alianza ambigua entre la prostitución y la progresión laboral (más allá del gremio de lap dancers) es una de las ideas inquietantes que susurra Showgirls.

Por lo demás, la cinta bate una pizca de thriller –apuntalado por el pasado confuso de Nomi y los rasgos mafiosos de ciertos managers– con generosas dosis de melodrama musical (no en vano se la ha asociado con clásicos como La malvada o Nace una estrella): coreografias vistosas, grandes alegrías empañadas por alguna complicación brutal, redención moral, palo y a la bolsa. Sendas yapas son las presencias de la debutante Elizabeth Berkley, es decir la protagonista, tan bella y tosca como lo exigía el personaje (Nomi está en las antípodas de los finos modales de Julia Roberts en Mujer bonita, por ejemplo) y la de Paul Verhoeven, uno de los pocos directores actuales capaces de lograr cierto ritmo de cámaras sin caer en histerias de videoclip.

Guillermo Ravaschino      

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