A
veces resulta mucho más complicado hablar sobre una película que nos gusta
mucho que sobre otra que odiamos, especialmente cuando el placer que nos
proporciona afecta más directamente a las emociones que al intelecto. Las
horas del verano es un film francés terso, fluido y suave como la
corriente serena de ese río que en la metáfora representa el paso del
tiempo. No hay nada extraordinario en ella, como no sea la muerte de una
mujer de 75 años que ha vivido los últimos treinta para un tío suyo que
además era pintor, y las decisiones que los hijos habrán de tomar sobre el
destino de sus bienes, entre los cuales cumplen un papel significativo una
casa en las afueras de París donde pasaron parte de la infancia y varias
piezas de alto valor artístico y económico.
Para los cinéfilos, esta película brinda la posibilidad de ser interpretada
como una reflexión sobre la historia y los destinos del cine. Olivier
Assayas ha sido un relevante crítico antes de emprender la realización de
largometrajes como Irma Vep o Los destinos sentimentales, en
los que además de narrar un argumento reflexionaba sobre su propia labor
como cineasta. Esa preocupación sobre el estado del cine –y sobre las
relaciones del cine con el Estado– aquí corre paralela a la decisión que
deben tomar los tres hermanos (dos varones y una mujer), y en especial el
mayor (Charles Berling), en relación con las pinturas, los dibujos, la
vajilla y los muebles de diseño que heredaron. Pero también está implícita
en la discusión que sostienen sobre el futuro de ese legado a propósito del
lugar en que vive y trabaja cada uno. Repartidos entre los Estados Unidos
(Juliette Binoche), la propia Francia y China (Jérémie Renier), cada una de
estas geografías conforma paralelamente un mapa del cine según Assayas,
cineasta francés atento a formar parte de su propia tradición fílmica
nacional, así como admirador de la norteamericana clásica, además de notable
connoisseur de la asiática. No sólo estuvo casado con Maggie Cheung,
a quien dirigió en Clean además de en la mencionada Irma Vep,
sino que también fue el hombre de Cahiers du Cinéma en Kowloon y Taipei allá
por 1984, cuando las cinematografías de Hong Kong y Taiwan emergieron como
una renovadora usina tanto industrial como independiente, y realizó el
capítulo de Cinéma, De Notre Temps dedicado a Hou Hsiao-hsien.
Uno
de los textos que escribió durante esa época terminaba así: “Wan Jen me
acompaña, así como Chen Kuo-Fu y una periodista de un diario local, Gretchen
Yang, que me entrevista sobre mis impresiones del viaje: después de haberme
pasado varios días sosteniendo el micrófono, tengo una cierta satisfacción
al hablarle, aunque mis recuerdos de lo que he podido contar rayan en lo
inexistente. Atravesamos el magnífico paisaje de verdes colinas que rodea
Taipei. Tomo el último avión de la tarde para Hong Kong donde llego al
crepúsculo, la bahía, la isla, Kowloon: un paisaje familiar.” Esto último es
lo que Assayas retrata en Las horas del verano: un paisaje familiar
que de tan universal corre el riesgo de parecer intrascendente, cíclico,
fugaz, casi inexistente como ciertos recuerdos que aparecen cuando uno menos
se lo espera. El melancólico carácter circular de la experiencia humana está
refrendado por la estructura de la película, que comienza con una reunión de
familia en la casa ya solamente habitada por la madre y la criada Eloise
(Isabelle Sadoyan, de Las cosas de la vida, de Ese oscuro objeto
del deseo, de Blue) y termina con otra reunión en el mismo sitio,
esta vez ocupado por la sangre –y los deseos y la música y la piel– nueva de
los nietos. Que algunos de nosotros no seamos franceses ni tengamos sangre
de esa en las venas es lo de menos: así como a Assayas el paisaje de Hong
Kong le resultaba familiar por obra y gracia del cine, lo mismo nos pasa a
nosotros gracias a esta película insuperable.
Borges supo decir alguna vez que la metáfora de la vida humana como un río
era una de esas figuras retóricas elementales que no tienen fecha de
vencimiento. Jean Renoir filmó una película grandiosa sobre ella que se
llama Partie de campagne (1936), en la que la salida dominical de una
familia de fines del siglo XIX a la vera de un río era la cifra irreversible
del transcurso humano. La misma conciencia del tiempo como materia líquida,
de la existencia como espejismo escurridizo se encuentra en la entera
filmografía de Yazujiro Ozu o de John Ford. Con esta película Olivier
Assayas se pone a la altura de los tres, que es decir a la altura de los más
grandes cineastas de la historia, y lo consigue partiendo de circunstancias
tan prosaicas como la repartición de bienes o el regalo de un teléfono
inalámbrico, sin forzar ningún tipo de conflicto, sin diagramar situación
patética alguna, sin acentuar el dolor natural de la pérdida. Sólo deja que
gravite sobre el espectador la inexorable acumulación de los años y el vacío
fatigoso que traen consigo, cifrado en un recurso que por repetido nunca
está de más. En cada fundido a negro del film, en cada uno de esos parpadeos
de la cámara, todos morimos un poco, nos entregamos al sueño que nos une y
desintegra.
Marcos Vieytes
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