Cuando L'Humanité ganó en Cannes 1999 el gran premio del jurado y
al mejor actor y actriz, estalló un escándalo que dividió aguas, tanto
entre críticos como en el público. Bruno Dumont había hecho un cine
personalísimo, sin atender los códigos del cine comercial. Con actores
no profesionales, que cumplen una performance por demás original y
sorprendente, un guión en el que la historia no es lo más importante, su
película seca, neta, austera, se inscribe en la mejor tradición del cine
clásico europeo. Imaginamos que también aquí suscitará controversias.
Aunque la historia es lo de menos, existe, y vestida de policial: una
chica de once años ha sido violada y asesinada en las afueras de un
pueblo, y los policías buscan al asesino. Alrededor de esta
investigación giran los personajes, y a ellos está dedicado el film.
Pharaon de Winter es el desmesurado nombre del protagonista, el detective
menos convencional que se haya visto en la historia del cine. Su nombre es
un oxímoron, pues Pharaon es un simple, incapaz de aportar una idea a la
investigación, y camina con paso cansino y actitud infantil por toda la
película, arrastrando consigo una fuerte empatía emocional con
absolutamente todo lo que lo rodea. Solitario, su característica más
notoria es el silencio, y su vida, muy sencilla: además de cumplir las
órdenes de su comisario, pasa gran parte del tiempo en la vereda de su
casa en compañía de una vecina, Dominó, casi sin hablarse. Mira el
cielo, saluda a los vecinos, pasea en bicicleta, sale con Dominó y su
novio a comer, o a un día de playa.
Pharaon está atravesado por la perplejidad. Suponemos que el
protagonista ha caído en este estado de tristeza y espanto después de la
pérdida de su mujer y su hija, en circunstancias nunca aclaradas. La
expresión del actor Emmanuel Schotté nunca cambia, o acusa mínimos
cambios de intensidad, y nos preguntamos cómo será este hombre en su
vida real: ¿actúa o es así?
En la banda sonora, austera pero expresiva, como en el cine de Bresson,
cada sonido tiene su peso: la respiración del protagonista, indicadora
del grado de su agitación interior, su grito desesperado opacado por el
sonido del tren, el ruido al masticar... hasta el sonido de un pelapapas
está cargado de expresividad.
El film avanza rítmicamente, presentando la vida de sus personajes al
detalle, y, de manera alternada, un episodio de la investigación, que
parece empantanada (el comisario no parece mucho más eficaz que Pharaon).
Dumont desarrolla entonces diversos temas.
Uno es el deseo: Pharaon desea sin disimulo a Dominó, quien a su vez
desea a Joseph, y siempre es respondida por éste. Si bien el policía
parece acechar permanentemente a Dominó, quien le ofrece compañía,
contacto, y hasta oler su sudor, cuando por fin le brinda su sexo Pharaon
la rechaza ofendido, como si esperase otra clase de amor. Los tres andan
por la vida como almas en pena, deseantes e insatisfechos. Ninguna
relación es satisfactoria. La película tiene varias escenas sexuales
entre Joseph y Dominó de una dureza absoluta: sexo primario, sin un asomo
de juego, de ternura, de voluptuosidad, sin una palabra, ni un gesto de
placer. Joseph es la antítesis de Pharaon: su modo casi animal de hacer
el amor con Dominó, los actos transgresores con los que desafía a su
amigo, su autoridad, contrastan con la melancólica pasividad del
policía.
Es central el tema de la materia, el cuerpo, la tierra. Su exponente
más brutal es Dominó, la extraordinaria Séverine Caneele: su enorme
físico bovino, que exuda corporalidad, sus pulsiones elementales remiten
a lo más arcaico en la mujer, a la Madre Tierra, la hembra, y obviamente
la relacionamos con la chancha que amamanta sus crías, a la que Pharaon
acaricia con ternura. El larguísimo primer plano de la vulva de Dominó,
en obvio eco con el anterior similar –durísimo, cuestionable– de la
niña muerta, parece hablar de su vitalidad, de su capacidad sexual y
generadora. En segundo término, la madre de Pharaon, con quien éste
convive: trata a su hijo como a un chico, le da órdenes, lo alimenta y,
por fin, enfrenta a la otra mujer, para alejarla de su hijo. Por último,
la referencia textual: Pharaon trabaja la tierra en sus ratos libres,
tiene su jardín en el que cuida de dalias y rosales, desarrolla su
talento con la materia, la remueve, la riega, la amasa, hasta levita entre
sus flores. El personaje quiere fundirse con el elemento primigenio, como
lo grita esa impactante primera escena, en la que, pasmado de horror, se
arroja sobre la tierra arada.
Pharaon es un sensitivo, emocional y físicamente. Mientras que expresa
muy pocas ideas –sus líneas a lo largo del film son contadas–, su
contacto con el exterior pasa por los sentidos: es táctil, abraza a
amigos y delincuentes, y lleva al extremo su capacidad olfativa, no sólo
sobre el cuerpo sudoroso de Dominó, sino también sobre el cuello de un
traficante. Pharaon tiene más de textual sabueso que de detective
cerebral y deductivo. Y por fin, es contemplativo. La cámara toma
repetidas veces un plano medio de Pharaon absorto, y a continuación el
plano subjetivo de su mirada: un árbol, el cuello sudoroso de su jefe,
una pelea en la calle, un cuadro pintado por su abuelo. Estas miradas nos
desvían permanentemente de la acción. Hay un sentimiento real del
tiempo, que fluye lentamente en cada uno de los largos, silenciosos planos
del film. En pantalla ancha, la economía de elementos de cada plano
aumenta su poder expresivo.
El carácter sensitivo de Pharaon lo hace partícipe de todo lo que
acontece: su cuerpo desgarbado, agobiado, parece llevar sobre sus espaldas
todas las culpas de la humanidad. ¿Ha matado Pharaon a la niña, o es su
empatía la que lo sume en ese estado de angustia, de horror? Aquí es
donde recordamos la mística de Bresson, el dolor universal encarnado en
sus personajes. Pharaon no es un individuo, es la humanidad, y carga con
todo su sufrimiento. Su dolor es el de la víctima y el del victimario. No
sólo en lo formal Dumont sigue a Bresson, o a Tarkovski. Sus personajes,
como los de aquéllos, como los de las novelas de Dostoievski, viven
sumergidos en su mundo cerrado, inacordes con la moral burguesa, en un
mundo en el que no hay línea divisoria entre culpables e inocentes. Los
personajes no son dueños de su destino, simplemente lo cumplen,
inexorablemente.
¿El crimen? La película carece del rigor lógico de un policial pero
sí, el caso se resuelve al final, aunque terminamos desconociendo los
detalles del hecho. A Dumont no le importa la llegada, sino el viaje.
Tampoco le interesa dejar un mensaje unívoco, definitivo, sino (son sus
palabras) "crear una resistencia, una dificultad, y un tiempo de
digestión muy largo". Ser coherente consigo misma tal vez sea la
mayor de las muchas virtudes de la película, que muestra sin estridencias
las posibilidades del cine, su poder hablar de la condición humana, hacer
filosofía, psicología, hasta crítica social, además de representar un
mundo de imágenes significativas.