Atención: el siguiente comentario no anticipa datos
esenciales de la película de Woody Allen. No obstante, los
fundamentalistas del "no me cuentes nada que todavía no la vi"
pueden verla primero... y leerlo después. Están avisados.
Ray, lavaplatos, y Frenchy, manicura,
comparten un modesto departamento de Nueva Jersey y unos pocos, módicos
placeres. Como contemplar desde la terraza los hermosos crepúsculos que
caen sobre Nueva York. Tambien parece, aunque no del todo, que se aman. Antes era peor: ella trabajaba en cabarets y su
esposo en varias cosas a la vez, todas relacionadas con las "ligas
menores" del racket. Cuando quiso pasar a primera –asaltando
un banco– le fue mal, y purgó un par de años en la cárcel. Ahora,
ambos irán por más. Es que Ray (Woody Allen) acaba de convencer a
Frenchy (Tracey Ullman) de concretar el plan "genial" que le
vino a la mente: alquilar un local desocupado que está a quince metros de
un banco, montar un negocio de "pantalla" y cavar con paciencia
un boquete que los llevará hasta la bóveda del tesoro. Lo de Frenchy
será hacerse cargo del boliche, mientras que tres ex colegas de Ray, uno
más tonto que el otro, garantizarán –según el ladrón frustrado– el
éxito de la operación.
El negocio que finalmente montan es una galletitería: "Sunset
Cookies". Del plan boquete, que nutre la primera media hora
del film, diremos que no podría haber funcionado más desastrosamente. De
aquí proviene la materia prima de los gags, y es momento de
revelar que Ladrones de medio pelo es esencialmente eso: una
comedia con infinitos chistes puntuales. Buenos, muy buenos y de los
otros. La que funciona de maravillas, para sorpresa de todos, es la
galletitería. Primero se pone de moda, después se convierte en noticia
(las filas de compradores ansiosos son tan largas que atraen la atención
de las cámaras de TV) y, algo más tarde, en la base de un imperio más millonario que
la bóveda que pensaban desvalijar. ¡Vaya punto de inflexión! Se ha
comparado a Ladrones de medio pelo con Los desconocidos de
siempre y con Rififí (en este caso como contraste, o parodia);
yo me acuerdo de la secuencia de la ducha de Psicosis, que borraba
el thriller de un plumazo abriendo el camino al relato terrorífico de
suspenso. Acá no cambian el género ni los personajes, pero el giro
resulta casi tan violento como el que hizo famoso –mucho más
famoso– a Hitchcock.
Lo que también se renueva son las expectativas. Es que
Ladrones... a esa altura ya había empezado a agotar su fórmula,
especialmente si se tiene en cuenta que los chistes se venían apoyando en
un esquema marcadamente teatral, reminiscente –ya que estamos con las
comparaciones– del que Los Tres Chiflados emplearon en sus célebres
unitarios televisivos (de media hora precisamente). Por un lado la
tenemos a Frenchy, que se emborracha con los vapores de la fortuna hasta
convertirse en la versión caricaturesca del "nuevo
rico". No tarda en hacerse llamar Frances, y aunque jamás
distinguiría un Picasso de un Dalí (¡ni un Flaubert de un
Renault!), se le pone en la cabeza cultivarse, adquirir estilo, en
fin, todas esas cosas. Esta es la puerta para el personaje de Hugh Grant,
un connaiseur vivillo, cuya cultura, apostura, edad (siguen los
etcéteras) dejan a Ray en poroto. ¿Y Ray? Ray dispara para el
otro lado: pasada la euforia inicial, añora los viejos tiempos en los que
todo era más natural y, quizá, fluido. Extraña horrores, por ejemplo,
esos fideos con albóndigas que le hacía (ahora ni loca) su mujercita.
Mientras que los chistes mantienen el nivel (más o menos buenos en
promedio; algo agotadores en frecuencia), el guión se debilita.
Es que el mentado punto de inflexión no sólo había inaugurado rumbos
argumentales, sino expectativas temáticas: el azar como partero del
destino y la insólita evolución del gusto del público (es decir: de los comedores de galletitas) son algunos de los temas que
el film había esbozado, y hasta tocado bien, pero a los que dejó
morir enseguida.
Así la comedia se priva de
contrapuntear las carcajadas con estas otras vetas que, de cualquier modo,
siguen estando ahí. Ya mucho apunta a una suerte de
Pigmalion revisitado. O a una pregunta que lo resume y anticipa todo:
¿hace el dinero la felicidad? Por cierto que esta pregunta se ha formulado y
respondido demasiadas veces y, por lo demás, casi todas de la misma forma
que utiliza Allen en este, su vigésimo noveno film.
Porque claro, este es un film de Woody Allen. En este sentido se
podría presumir que, como director-guionista, no enfrentó grandes complicaciones artísticas,
ni otra aspiración
que la de divertirse y divertir al público. Un problema es que luce demasiado
recostado sobre el piloto automático. Otro, tal vez derivado del
anterior, es que no parece haberse divertido gran cosa como actor. Si se fijan bien verán
que más allá de los diálogos, de esos célebres one liners que verbaliza con la misma
genialidad de siempre, a nivel gestual y corporal Woody tiende a sobre y
subactuar. Como si le costase digerir la comida que él mismo se preparó. Y entonces se ven los
hilos.
Guillermo Ravaschino
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